Guionista de Barrio es la columna de opinión semanal de Fernando Llor (@FernandoLlor). Llor, que cuenta con el poder de la omnipresencia, es autor de obras como El espíritu del escorpión, Teluria 108, Ojos Grises o más recientemente Subnormal, entre otras muchas, así como miembro en activo de la Asociación Profesional de Guionistas de Cómic (ARGH!) y vocal de la Sectorial del Comic
Antes de arrancar permíteme que me ponga ñoño un instante, será solo un segundo, de verdad, lo juro.
Hace más o menos una década monté un blog. Ya entonces estaba llegando tarde. En aquel espacio metí de todo un poco: relatos, críticas de cine, opiniones varias… Se llamaba Guionista de Barrio y, a pesar de que no lo leía casi nadie, me ayudó muchísimo en algo fundamental para mí: disciplina en la escritura. Aquel sitio quería comer todas las semanas, así que me obligué a preparar un texto que publicar cada miércoles. Y lo hice, durante años.
Y después, mucho tiempo después, se me fue la canica y lo borré todo. En un impulso de enorme estupidez humana lo mandé todo al carajo. ¿Por qué? Insisto, estupidez, podría intentar engañarme y buscar algún tipo de explicación lógica, pero hay cosas que no la tienen.
Hace unos días hablando con Pedro mientras me estaba invitando a colaborar en Sala de Peligro le dije que me gustaría recuperar aquel nombre. Mi motivo es rendir un sentido homenaje a aquel espacio primigenio y, ya de paso, intentar sentirme igual de libre que entonces.
Vivimos en tiempos de medir las palabras, de autocensura y de intentar calcular el posible impacto de lo que decimos no vaya a ser que nos caiga encima una tormenta de mierda que nos ahogue y aún así sus dos premisas fueron: tema libre y “no te voy a tocar ni una coma”. Creo que no se puede pedir más.
Así que nada, quizás me he excedido un poco en mi ñoñería, ya acabo. Bienvenidas a Guionista de Barrio, hablaré fundamentalmente de dos cosas: de escribir tebeos y de cómo veo yo la industria de las viñetas en España.
Vamos allá.
A pesar de estar escribiendo cómics desde finales de 2011, no conseguí publicar mi primera obra hasta 2014. Todo ese tiempo lo dediqué, además de a preparar proyectos como un loco, a intentar saber (dentro de las posibilidades de un novato) quién es quién dentro del mundo al que quería pertenecer.
¿Lo conseguí? Ni por asomo. Llegué a saber a qué se dedicaban en tal o cual editorial, quién había hecho el cómic X o el cómic Y, cuáles eran los saraos jugosos y apetecibles para pulular por ellos y dónde ir a preguntar si lo que estaba buscando (por encima de cualquier otra cosa) eran personas que dibujan. Pero todo eso de forma muy sesgada o muy parcial y con base en mis intereses. Así que mi visión del sector era entre nula y muy nula.
Una vez que conseguí publicar mi primera obra acudí a un salón del cómic como autor con el pecho henchido, una sonrisa de satisfacción y una pulsera de un color que me diferenciaba del común de los mortales y me metía en un grupo único y con acceso a todo. Al menos eso creía yo…
A pesar de ser muy tímido y tener unas herramientas sociales bastante limitadas, hice todo lo que pude por tratar de conocer gente. Lo conseguí. Ya en aquel primer salón, sobre todo en la zona esa que habilitan para que unos señores ciegos de canapés sean condescendientes con aspirantes cargados de ilusiones, pude entablar relación con mucha gente de distintas procedencias pero con un interés común: queríamos hacer tebeos.
¡Oh, algarabía! ¡Oh, gozo absoluto! Al fin sentí que estaba entrando a formar parte de un universo lleno de color e ilusiones compartidas. Me duró más o menos un cuarto de hora. Y es que al poco de mezclarme en algún grupete enseguida pasó algo: un individuo al que no conocía de nada (aunque luego descubrí que es muy conocido) estaba rajando con una crueldad terrible sobre alguien.
Así fue, en mi primerito día me topé de bruces con algo muy común: la gente raja.
Inciso uno: llegados a este punto del relato alguien puede pensar “eso no es verdad, toda la gente que yo he conocido del mundo del cómic son personas súper nobles que jamás hablarían mal de alguien a sus espaldas”. Vale, puede ser, pero no olvidemos que solo estoy contando mi experiencia tal y como me ocurrió a mí, no descarto ninguna otra opción, universo alternativo o tipo de creencia.
Continúo: pues sí, por desgracia, en aquellos primeros días me pasó varias veces más. Conocí gente que aprovechaba cualquier conversación que se extendiese más de seis minutos para soltar algún comentario chungo de alguien: “el editor X se lo tiene muy creído”, “el autor Y parece hablar desde un púlpito”, “el cómic de M es una puta mierda”, “el librero de T es un pervertido”…
En aquel instante le quité importancia y le di mucho más valor a las conversaciones cortas, a las de menos de seis minutos, porque en aquellas todo había sido muy distinto: enhorabuenas, felicitaciones por lo que parecía un muy buen trabajo y cosas de esas que en aquel entonces me sonaban a chino como “eh, deberíais probar a vender esto fuera”…
De vuelta en casa cometí un gran error, quizás uno de los más gordos hasta el día de hoy, pensé que era buena idea ampliar mi círculo virtual de amistades comiqueras en Facebook. Tremendo fallo. Me enganché y todavía me quedan secuelas psicológicas que no sé si algún día podré sanar del todo.
Sé que más de uno y más de dos me dirán lo de “la culpa no es de la herramienta, es del uso que se le da” y sí, sí, muy de acuerdo y soy el primero en reconocer que no conocería al setenta por ciento de la gente del cómic que conozco si no hubiese establecido un primer contacto vía Zuckerberg, pero también me gusta echar un poquito de sal a la comida porque aporta sabor y si me paso me sube tanto la tensión que a punto están de reventarme las arterias.
En fin, que tampoco quiero irme demasiado por las ramas, en cuestión de meses acumulé entre mis agregados en redes a ciento y la madre y, ya de paso, caí en la terrible tendencia natural de ese espacio virtual: opinar de todo como si supiese de lo que hablo. Y eso pues… me llevó al siguiente círculo del infierno, las discusiones vía red social sobre cine, series, ética, estética, arte, nutrición, política, deportes, filosofía, literatura, veganismo…
Inciso dos: prometo que estoy intentando llegar a un punto positivo con todo esto, trato de no dejarme nada. Si solo has sido capaz de llegar hasta aquí te hago un pequeño spoiler: la gran mayoría, más de un noventa por ciento, de la gente del cómic a la que he conocido de verdad no solo es maravillosa, además está dispuesta a ayudar y a arrimar el hombro siempre que sea necesario.
Sigo: en aquellos tiempos oscuros (que se alargaron mucho más de lo que me gustaría) descubrí que había gente capaz de negarte una dirección de correo electrónico, gente que tenía amigos y archienemigos a los que jurar odio infinito por disputas sempiternas del pasado e incluso gente cuya mayor diversión era asistir a trifulcas virtuales, hacer capturas de pantalla de lo que se decía y traficar con esas capturas para enviárselas a otra gente. Un locurón.
Y entonces llegó la luz. Luz en forma de grupito dispuesto a compartir, a colaborar, a preguntar y a responder. Un pequeño oasis en medio de todo el caos, un puñado de guionistas de cómic juntos en un mismo foro. Allí dentro, las más de las veces, intercambiamos información muy útil y el siguiente paso fue muy natural: nos preguntamos si sería buena idea montar una asociación de guionistas.
Aparecieron fantasmas. Espectros en forma de “ya se ha intentado y no sirve de nada”. Algunos incluso con forma del presente “ya hay asociaciones y no sirven de nada”. Hasta en aquel remanso de paz llegaban aires de agorerismo. Ante esas advertencias hay muy poco que se pueda hacer porque enseguida se enganchan a las ganas y a las ilusiones y les atizan.
Sin embargo, varios de los de aquel grupo insistimos tres o cuatro veces más hasta que pusimos en marcha, con el impulso imprescindible de hasta veinte compañeros y compañeras, la asociación de guionistas. Y a mí personalmente me abrió los ojos de tantas formas diferentes que no sé si voy a ser capaz de resumirlas todas.
¿Qué aporta el asociacionismo?
Pues… muchas cosas, intentaré desglosarlas en las dos principales:
Compañerismo
Si hasta entonces me había encontrado cierta sensación de “mis recursos son míos y solo míos y no pienso dárselos a nadie más” y algo de cinismo y mal rollo, en cuestión de semanas dentro de la asociación acumulamos y compartimos información a paladas en forma de contratos, contactos y recursos varios. Es decir, no eran afirmaciones del estilo “a mí en tal sitio me pagaron tanto”, no, directamente era “tomad, os paso el contrato, comprobadlo vosotros mismos”.
¿Y eso de qué sirve? La información real siempre vale para muchas cosas. Sirve para establecer una visión más amplia que la propia acerca del estado de la situación a diferentes niveles, pero además nos vino de perlas para crear una herramienta muy útil de manos de una abogada especialista en derechos de autor: un contrato blanco en el que se explican pormenores básicos que incluye todo contrato de edición y se dan herramientas para controlar mucho mejor cualquier negociación y eso, que solo fue posible gracias al compañerismo, vale su peso en oro.
Contacto real y respeto
El problema nunca fue del mundo del cómic en la red de la F, siempre había sido mío al considerar que Facebook se parece a la vida real. Y no, lo siento, pero no se parece en absoluto.
Facebook (puede que incluso otras redes sociales) eliminan algo fundamental para que exista el respeto: la distancia. En cuestión de minutos puedes meterte en una discusión, abrir otra, opinar sobre no sé qué e insultar a quien te dé la gana de formas que jamás harías cara a cara, ni siquiera vía webcam o en grupos más reducidos.
La consideración del otro como persona real y por tanto la práctica de la empatía o la escucha se dificultan sobremanera. Los demás se convierten en poco más que avatares y puñados de letras a través de las que extraemos una visión totalmente sesgada de lo que “creemos que son”.
El practicar otros tipos de contacto con gente del sector gracias a la asociación me llevó a reconciliarme mucho con la visión que tenía del mismo. Estoy convencido de que el error había sido mío y mucha gente habrá llegado a la misma conclusión de formas diferentes, pero para mí no hubiese sido posible (o habría tardado mucho más tiempo) de no haber sido por el hecho de formar piña.
Como ya comenté un poco más arriba, la realidad que encontré (y que me permitió conocer algo muy distinto dentro y fuera de la asociación) es muy diferente a la que se me había mostrado en la virtualidad. Gente dispuesta a proponer, a promover, a divulgar, a presentarte otra gente, a valorar el trabajo de los demás, a ayudar con un problema concreto, a colaborar en iniciativas grandes y pequeñas, a organizar y a buscar soluciones a problemas comunes.
Todo eso se escribe muy rápido, pero detrás hay toneladas de esfuerzo y de amor por las viñetas. Por eso desde aquí quiero, para terminar, lanzar dos mensajes breves a modo de resumen de toda la turra infinita que acabo de soltar.
Primero: las redes, para cualquier sector profesional y en cualquier mundo, en su versión de mundo abierto, pueden dar apariencia de realidad, de cercanía y de lugar de encuentro, pero en realidad creo que si no se sabe llevar bien la total falta de distancia (y cuesta mucho), pueden ser un arma terrible y fomentar la destrucción y las tormentas de mierda.
Y segundo: juntarse para colaborar en parejas, en tríos, en grupos de gente, en colectivos, en asociaciones, federaciones o lo que sea, es y siempre será, a pesar de las voces que digan lo contrario y de los diferentes Nostradamus del “eso no vale para nada y ya te aviso ahora de que se va a quedar en agua de borrajas”, necesario, bonito y útil, por la información y recursos que se comparten, por el abrazo y el consuelo de compañeros y compañeras, por las ganas y el empeño en que algo pueda mejorar y, por encima de todo, por las dosis de realidad y respeto que garantizan.
Hala, ya se acabó la turra, la semana que viene más, pero espero que más corto.