Cuando se utiliza el término vejez en lo concerniente a los seres humanos, claramente se está haciendo referencia a la senectud, a llegar a esa edad avanzada en la que se advierte decadencia física. Pero además de esa acepción, la Real Academia Española incluye otra: achaques, manías, actitudes propias de la edad de los viejos. Lo cierto es que la palabra vejez tiene asociadas unas connotaciones negativas que dejan fuera aspectos tan valiosos como la sabiduría, la experiencia, los relatos listos para ser narrados o la perspectiva que brinda el paso del tiempo. Esos matices peyorativos de vejez suelen paliarse con el uso casi eufemístico del término mayor tanto en su forma de adjetivo (persona mayor) como de adjetivo sustantivado (los mayores o nuestros mayores).
El ciclo vital nos indica que después de la edad adulta nos tocará envejecer. Y mientras nos acercamos inexorablemente a ese momento, convivimos en nuestro día a día con todo tipo de cuestiones que evidencian nuestra caduca realidad. En nuestro entorno más inmediato o en los medios se ponen sobre la mesa regularmente aspectos tales como la instantánea de la pirámide poblacional de nuestra localidad o territorio que evidencian una población envejecida; el aumento significativo de la esperanza de vida en las últimas décadas; la atención procurada, los dispositivos y servicios que propician mayor calidad de vida y autonomía personal; ofertas de ocio para a quien le ha llegado el merecido descanso tras trabajar durante toda su vida; el salvavidas económico y social que suponen los pensionistas para muchas familias; el grado de abandono y la soledad de ancianos; o la concepción en la sociedad de las residencias de mayores. Pero no hay nada como apreciar en tus seres queridos los estragos degenerativos de la edad tanto físicos como mentales para ser consciente de a dónde llegaremos y cómo nos gustaría ser tratados y encajar en la sociedad. No obstante y pese a todo ello, y aun siendo un colectivo numeroso y que tanto aporta al conjunto de personas que convivimos en un mismo territorio y a nivel global, parece como si la sociedad los mantuviera al margen de la misma.
Los autores de cómic, como bien sabemos de influencias, preferencias e inspiraciones omnívoras, también se nutren de esos y otros temas asociados directa o tangencialmente con la vejez para crear interesantes personajes y despertar ciertas sensaciones en los lectores. En esta línea, seguro que a estas alturas muchos de los que estáis leyendo estas palabras ya visualizáis las cubiertas de destacados trabajos del panorama actual del cómic en nuestro país. Sí, habéis acertado. Uno de ellos es el aplaudido La casa (Astiberri, 2015), de Paco Roca, un certero e impecable relato sobre el implacable paso del tiempo, de una tremenda sencillez y poder de evocación. Otro, Estamos todas bien (Salamandra Graphic, 2017), la ópera prima de Ana Penyas, un cómic que tiene como protagonistas a sus abuelas Herminia y Maruja, en un precioso homenaje desde retazos de cotidianidad y una ancianidad sin paños calientes a todas esas mujeres que, de manera silenciosa, han escrito la intrahistoria en la que se sustenta la Historia de un país. Y como no podía ser de otra forma, el díptico El arte de volar (Ponent Mon, 2009) – El ala rota (Norma, 2016) en el que Antonio Altarriba junto a Kim traza magistralmente la crónica sentimental, social e histórica de un país a partir de dos ancianos, sus padres. O puede que os vengan a la mente secundarios de edad que se erigen piezas importantes en el engranaje de sus respectivos tebeos: ese pícaro y vivaracho abuelo de El pequeño Spirou de Tome y Janry; la comprensiva y enrollada Anastabota (y también bruja), la abuela de Verde, de Marie Desplechin y Magalile Huche (Harper Kids, 2020); el vigoroso Edadepiédrix, el más veterano de la irreductible aldea gala en Astérix, de Goscinny y Uderzo; o la abuela de Marieta, tan cálida y sencilla en las páginas de Marieta. Los recuerdos de Naneta y en otra colección también creada por Nob en la que ya disfrutamos de las andanzas de la propia Marieta (Mamette), igual de dulce y vitalista, cuando ya no evoca su pasado y asistimos a su día a día.
¿Seguimos recorriendo esta etapa con otros títulos?
Una de las historias de amor más bonitas que se han publicado, de excepcional factura y estupendo ritmo narrativo, tiene como protagonistas a una pareja de ancianos. Él, menudo; ella, de presencia imponente. Él sale a pescar todos los días en su pequeña barca; ella se ocupa de las labores de casa y espera paciente en el muelle su regreso cada jornada. Él, con sus útiles para faenar y su maletín porta comida; ella con su ganchillo y su formidable mano para la cocina.
El suyo no es un amor desatado ni pasional, no; se ha forjado desde las rutinas compartidas, la serenidad del paso del tiempo que estrecha los vínculos, la permanente presencia del otro en las acciones más mundanas y el deseo de seguir estando al lado de la persona que amas un día tras otro. Una trama que se levanta a partir de un temporal y desde la determinación de hacer lo imposible por sacar de apuros a esa otra persona. Se trata de Un océano de amor, de Wilfrid Lupano al guion y Gregory Panaccione al dibujo y color (Reservoir Books, 2015).
Un tebeo mudo sorprendente que narrativamente avanza gracias al diseño y construcción de sus personajes, la gran expresividad de su trazo y sus viñetas, la combinación y uso los elementos formales del medio, el tratamiento de luz y color o las transiciones. Aunque la base es la cotidianidad, estamos ante una fabulosa aventura salpicada de efectivos y extravagantes detalles, poética, comicidad (giros o la presencia de algunos personajes, como la gaviota) y suma de géneros que aportan un toque de magia y, aunque parezca contradictorio, verosimilitud al relato.
Qué sensación más agradable queda al cerrar el cómic. Sin duda, es contagiosa esa serena felicidad que emanan y que se refleja en ese amor pausado y reposado de la edad, en compartir el presente y en el mero hecho de estar.
Lupano, por cierto, es también guionista de Los viejos hornos (con dibujo de Paul Cauuet, Norma, 2015- ) otra serie que también tiene como protagonistas a tres ancianos, amigos desde la infancia, que en base a recuerdos, cotidianidad, ironía y humor y desde su presente como colectivo con escasa voz y visibilidad, van tocando interesantes temas de actualidad en cada uno de los títulos.
Zidrou, uno de los guionistas que mejor radiografía el alma humana, deja en manos de la dibujante e historietista Aimée de Jongh el apartado gráfico de La obsolescencia programada de nuestros sentimientos (Oberón, 2019). En esas atmósferas tan particulares en las que el guionista belga suele envolver sus tramas, con un factor cuasi-onírico y esa permanente esperanza en el género humano, se integran las vidas de los dos protagonistas de este cómic, cuyos nombres sugieren gran potencia: Ulises y Mediterránea. Él, prejubilado y viudo desde los 45, se enfrenta al vértigo que da disponer de todo el tiempo del mundo. Ella, exmodelo y dueña de una quesería, es la viva imagen de la consideración que suscita el paso del tiempo en el cuerpo de la mujer.
Un hecho acaecido en el desarrollo del argumento divide el tebeo en dos partes bien diferenciadas. La primera de ellas es, quizá, la más interesante en tanto al retrato que se ofrece y la reflexión que suscita sobre el papel de la tercera edad en nuestra sociedad. Y no solo se habla de invisibilidad, soledad y de ser consciente de que llegar a una edad implica estar más cerca del final. Sale a relucir el tema de que personas que aún son válidas sean apartadas de la rutina cotidiana a todos los niveles de la sociedad (laboral, social, etc.), provocando un fortísimo sentimiento de inutilidad a gentes que todavía tienen mucho que brindar a sus congéneres. Más aún, y como bien anticipa el título del cómic, que llegados a una determinada edad, y casi por contrato firmado al nacer, debamos ser incapaces de sentir, dejando en exclusiva para los jóvenes y los adultos eso del amor. Como si las convenciones sociales marcaran los tiempos y las acciones de cada una de las etapas de la vida, obligándonos a comportarnos y sentir casi de forma autómata, sin que se tenga en cuenta nuestra opinión y sin gozar de libertad para elegir. Pero, sobre todo, es interesante constatar como esa fecha de caducidad es más acuciante si cabe cuando hablamos de la mujer y de los estragos del envejecimiento a esa eterna juventud que se idealiza.
En definitiva, es un cómic construido amablemente y con una cálida plasmación gráfica, como solo Zidrou sabe, a partir de sinsabores y desde relaciones personales y sentimientos.
Cassandra Darke no es la entrañable y encantadora ancianita que tendemos a presuponer por la influencia popular ante la imagen de una persona mayor. Aunque su apariencia de mejillas sonrosadas y de cálidas proporciones, la descripción del personaje que da título al cómic de Posy Simmonds (Cassandra Darke, Salamandra Graphic, 2020), una marchante de arte a punto de jubilarse y de tener que pasar por los tribunales por una serie de fraudes que ha cometido, encaja con cualidades como solitaria, gruñona, egoísta, muy políticamente incorrecta, poco empática, ácida, mordaz, ingeniosa, algo torpona y, sinceramente a estas alturas de su vida, de vuelta de todo. Desde la edad de su protagonista y los condicionantes que por ello se le presuponen, Simmonds crea una historia con intenso sabor noir (con un cadáver nada más abrir el cómic) e implícita denuncia social, en la que asoman cuestiones tales como las abismales diferencias entre clases sociales, el esnobismo o los juegos de poder.
Con argumentos como la constante voz en off de la protagonista imprimiendo los tonos, ritmos tiempos de la narración, la introducción de textos que conducen esa narración, una particular composición de páginas y disposición del relato que formalmente recuerda la de los álbumes infantiles, sin escatimar un detalle significativo para la trama, el uso del color o un humor bastante especial, la historietista británica (además de reconocida escritora e ilustradora en trabajos para adultos y niños) construye un cómic que se antoja sencillamente redondo.
Cassandra Darke es el claro ejemplo de cómo un personaje gracias a su sólida construcción es capaz de sustentar por sí mismo una historia. Y de que, además, no debemos fiarnos de los estereotipos y las apariencias, pues una edad determinada no responde a unas cualidades, sino que cada cual forja su carácter.
Tempest es una historieta corta incluida en el álbum recopilatorio Antología, de Inio Asano (Norma, 2020) que fue originariamente publicada en 2018 en el número 17 de la revista Big Comic Superior, propiedad de la editorial nipona Shogakukan.
Sin abandonar ese tono melancólico, arrimándose a esa cruda realidad tan presente en sus historias y con ese también habitual deje catastrofista en sus creaciones que sacude a los personajes en un momento u otro, Tempest se presenta como una distopía escalofriantemente verosímil.
Asano vuelve a hacer gala de su extraordinaria capacidad para dejar abatido al lector tras la lectura de sus historias y plantea un escenario demoledor para la tercera edad, que choca más todavía, teniendo en cuenta que se ambienta (y proviene) de un país en el que se practica la cultura del respeto a los mayores. Esa pieza creativa propuesta gira en torno a la campaña del gobierno de un país que tiene por lema “mantengámonos jóvenes” y que pretende hacer frente a lo que entienden como un problema para la nación: el coste de un colectivo con una creciente esperanza de vida.
El guion denota un minucioso y trabajado análisis de los aspectos a tratar, con unos personajes dotados de una extraordinaria profundidad psicológica. Gráfica, al igual que argumentalmente, es impecable: con un trazo evocador da forma a escenarios y personajes de una extraordinaria fuerza y expresividad, capaces de abofetear al lector desde las viñetas en las que se disponen, propiciando una inmediata conmoción y una lenta combustión en forma de reflexión. Y es que toca aspectos muy sensibles con extremada sutileza, descabellados sí, pero que aunque integrados en una realidad alternativa, no son para nada de ciencia ficción.
Y para cerrar, la única obra larga de una de las figuras de la encrucijada de los 70 entre el movimiento feminista y el del cómic underground: Joyce Farmer. La historietista estadounidense fue junto a Lyn Chevli la artífice de la antología feminista Tits & Clits Comix (que sacó su primer número en 1972), una publicación de calado y referente en ese movimiento feminista imperante en el medio como también lo fueron It Aint Me, Babe o Wimmen’s Comix.
No fue hasta 2010, y tras casi una década de arduo trabajo con el guion y dibujando, cuando Fantagraphics publica Special exits, que llegaría a nuestro país de mano de Astiberri un año más tarde con el título de Un adiós especial (2011). Se trata de un relato tremendamente emocionante, que no entiende de fronteras y es extrapolable a cualquiera que haya pasado por la situación que describe. El cómic es una suerte de memoria familiar ficcionada, pues lo que Farmer cuenta son los últimos años de vida de su padre y de su madrastra y los cuidados y atenciones que les dispensa entre finales de los 80 y principios de los 90. Pero también supone un acto terapéutico para la propia Farmer, sirviéndose del medio para expresar su sentir y superar su pérdida.
Aunque por palabras de la propia historietista el lector es conocedor de que la realidad ha dado pie al cómic, el uso del blanco y negro, el trazo rápido, el estilo underground o el hecho de que Farmer no intervenga como voz narrativa en ningún instante, dejando transcurrir la acción ante los ojos del lector, contribuyen a reforzar esa idea de relato fidedigno a la realidad.
Le otorga cierta perspectiva a su testimonio y personal vivencia el hecho de utilizar trasuntos a los que utiliza para relatar anécdotas acontecidas y explicitar las secuelas en las personas del inevitable paso del tiempo. Las viñetas nos muestran los cuatro años en la vida de una pareja de ancianos, Lars y Rachel, durante los que se va produciendo su progresiva degradación física y mental hasta que finalmente se produce su muerte. Asistimos a los miedos que experimentan estos mayores, a una regresión a la infancia, a cómo se suceden los cambios en sus vidas y han de aceptarlos, al vértigo que produce ser plenamente consciente de que las cosas ya no van a mejorar, a los diagnósticos fatales, a la cerrazón y aparición de manías, a la necesidad de cariño y amor, a la soledad, al trato recibido por profesionales que no los tratan como deben… El patetismo es intenso, pero Farmer no cae en ningún momento en sensiblerías baratas o en la exaltación de lo lacrimógeno.
Su magistral relato se convierte en un abrazo para acompañar a otros que también han presenciado los últimos días de sus padres y, a la vez, en una forma de visibilizar una realidad.
Sirvan estas propuestas de pequeño ejemplo de cómo el noveno arte integra la vejez en sus personajes, tramas y argumentos.