El número #1 de Batman: Caballero Blanco fue el encargado de abrir las puertas de las librerías para el sello DC Black Label. Aunque las características que vertebran esta línea editorial se han ido volviendo confusas con el paso del tiempo, en origen pretendía englobar algunas historias con un contenido singularmente adulto. La grapa fue recibida con entusiasmo por los lectores, probablemente no tanto por el marchamo negro y gris impreso en la portada, como por la interpretación que Sean Murphy hacía del personaje, por su exhuberancia artística y la historia que narraba. Se colocó como la grapa más vendida de noviembre de 2018, según datos de Diamond Comic Distributors, y en menos de una semana y ante la demanda de los puntos de venta, obligaba a DC a reimprimir.
El éxito de la primera entrega de Batman: Caballero Blanco se convirtió en el preámbulo de diversas cosas. En lo negativo, iba a ser aprovechado como pretexto para reeditar (cuando no reencuadernar) algunos clásicos de Batman y Superman y volver a venderlos con un precio sensiblemente superior a las ediciones disponibles en el momento. En lo positivo, iba a ser la semilla de la que brotaría lo que en las oficinas de Burbank, California, empezaron a llamar el “murphyverse”, y que hasta la fecha consta de tres series limitadas (una de ellas protagonizada por Harley Quinn) y un spin off dedicado a Mr. Frío. Se esperan también entregas centradas en Nightwing o Batgirl.
Resulta sencillo comprender el éxito de la versión de Batman y su universo que el artista de New Hampshire viene desarrollando. Basta con pasar unas cuantas páginas de sus tebeos para quedar rendido a su encanto gráfico. En cualquiera de las grapas que han empezado a erigir este murphyverso, el lector terminará topándose con alguna viñeta de factura espectacular, de esas que acaban decorando los despachos y salones de miles de lectores. Y, sin embargo, es en su capacidad narrativa y en su talento para comunicarnos las emociones de los personajes a través de un sensacional trabajo de la expresividad y la composición de las viñetas en lo que sobresale Murphy como dibujante, cualidades que se ven subrayadas por el coloreado de Matt Hollingsworth, con unos rojos, negros y ocres que aportan una sensación permanente de que corren malos tiempos, tiempos sórdidos.
Con todo, no parece que la excelencia gráfica sea el principal argumento para aupar los tebeos del Caballero Blanco como el último gran hito de la casi centenaria trayectoria editorial del personaje. O no sería, desde luego, una razón suficiente. Aunque quizá la acción y la excelencia gráfica hayan hecho que pase inadvertido para algunos lectores, como el rumor de un riachuelo subterráneo que discurre por las alcantarillas de esta nueva iteración de Gotham, es el contenido político y social de estos cómics lo que los singulariza. La gran aportación de Sean Murphy a la historia de Batman es imbricarlo (para bien y para mal) en el contexto de crispación política, crisis económica, auge de los populismos y constantes, banales y peligrosos incendios en redes sociales que definen el clima de los años que han seguido a la quiebra de Lehman Brothers.
Batman: Caballero Blanco narra la historia de cómo un Joker que aparentemente se ha recuperado de su psicopatía trata de convertirse en concejal de la ciudad de Gotham, algo que sucede en paralelo a la enésima caída en desgracia del justiciero enmascarado. Que la sociedad e incluso las instituciones municipales se vuelvan contra el héroe es algo que se ha escrito en multitud de ocasiones. Sin ir más lejos, un par de años antes de que el murphyverso arrancase, en las páginas de El reloj del juicio final, Geoff Johns y Gary Frank nos mostraban a los habitantes de la ciudad más célebre del universo DC manifestándose contra los métodos “fascistas” de Batman. Sin embargo, el guion de Sean Murphy introduce este argumento de una forma plenamente contemporánea: alguien graba al Caballero Oscuro excediéndose con el Joker en uno de sus enfrentamientos, las imágenes se difunden rápidamente y el debate sobre la figura del vigilante copa el espacio público. De este detalle, y a tenor de su desarrollo en la obra, se desprenden diversas lecturas conectadas con la actualidad política y social más inmediata.
“Debe rendir cuentas antes alguien”, reclama un periodista en televisión. Y eso mismo exigirá el político respetable anteriormente conocido como Joker durante su campaña electoral. Un planteamiento argumental que recuerda a uno de los lemas más célebres del noveno arte, ¿Quién vigila a los vigilantes?, pero que también recuerda a la querella de la sociedad contra los causantes del desplome financiero de 2008. En un contexto de empeoramiento de las condiciones de vida indisociable de la corrupción política (de hecho, en Batman: La maldición del Caballero Blanco, el autor vuelve sobre el argumento de la corrupción y la rentabilidad de la criminalidad para las élites económicas), que resurja el cuestionamiento de las instituciones, incluidos los superhéroes, parece inevitable.
Con todo, no puede pasar inadvertido que el principal agente en la reclamación de responsabilidades legales a los justicieros enmascarados es el Joker. El antagonista guarda en el armario su disfraz de criminal, se hace un traje a medida y se convierte en el portavoz de las clases populares. Este argumento se torna verosímil precisamente porque se publica en un contexto de corrupción institucional generalizada y empeoramiento de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Y, así, cuando la madre gothamita que tiene que pluriemplerarse para llegar a fin de mes o el parado de larga duración del barrio más degradado de la ciudad se enteran, por voz de Napier, que existe una partida de los fondos públicos por valor de miles de millones de dólares destinada a reparar los destrozos ocasionados por Batman en la ciudad, se indignan.
En la segunda serie limitada del murphyverso, la figura de Azrael está cosida con patrones parecidos, en lo esencial. Si el Joker puede representar el populismo antisistema al que el convencimiento sin fisuras de su superioridad ética mueve a la acción y le permite poner a las masas en pie de guerra, el paladín creado por Dennis O’Neal y Joe Quesada es el reverso religioso y moralista de la misma moneda.
Estas propuestas en las que el villano, de alguna manera, acaba expresando el malestar de la población se han escrito con cierto éxito de público en la última década. Antes incluso de las tentativas de adoptar al Joker de la cinta dirigida por Todd Phillips como icono antisistema, la caracterización de Heath Ledger también fue abrazada por cierto anarquismo pop, más de red social que de activismo o discusión política. En las profundidades de Twitter todavía pueden apreciarse los pecios de hashtags como #KillmongerWasRight o #MagnetoWasRight, que llegaron a imprimirse en camisetas y fundas para iPhone. ¿Acaso no debería Wakanda aprovechar sus recursos para ayudar a todos los negros oprimidos del mundo? ¿Hasta cuándo deberían los mutantes arriesgar sus vidas y poner la otra mejilla ante una sociedad que los desprecia, cuando no los persigue? Parecen preguntas legítimas.
Ni con el Joker interpretado por Joaquim Phoenix, ni en los casos de Killmonger o Magneto, puede decirse que opere la clásica fascinación por el villano carismático o guaperas, tanto como que el contexto de crisis ha transformado las reacciones de las audiencias ante un modelo de dialéctica entre el Bien y el Mal, la justicia y la injusticia, que a grandes rasgos se mantiene como un calco de la dramaturgia del barroco, en la que el Rey representaba una justicia incorruptible y, a pesar de los estómagos hambrientos y la ropa hecha jirones, era aplaudido por sus vasallos. Ahora, la relación del superhéroe con las instituciones de poder puede levantar sospechas: el fan quiere saber si Batman, Pantera Negra o el Profesor X están de su parte o de la del establishment.
Con todo, el intento de transformación de los villanos en iconos antisistema es terreno pantanoso. En un contexto de reescritura de las relaciones sociales, de la valoración de las instituciones, podría ser que el malvado se tornase héroe. Ha sucedido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia, y siempre depende de quién fije el relato. Pero no es el caso de estos antagonistas, que por norma general siguen siendo escritos como tales. Los guionistas juegan, sugieren hipótesis incómodas, pero acostumbran a dejar las cosas como estaban. Como sucede con los populismos, sean del orden ideológico que sean, sus discursos están llenos de un sentido común aparente y apelan al descontento y al sentimiento de injusticia. Sin embargo, sus métodos son lesivos y sus propuestas no admiten la disidencia, de manera que lo que comienza siendo un altavoz para el descontento termina tornándose en una advertencia sobre los riesgos del trumpismo, del lepenismo o, más cercano, de VOX, cuyos métodos de seducción son calcados a los de este Jack Napier.
Los habitantes de Gotham del murphyverso que se vuelven contra Batman son esos mismos lectores y espectadores que en las salas de cine, a pesar de que el discurso esté dirigido a ponerse del lado de T’challa o Charles Xavier, sienten cierta inclinación por los argumentos (vamos a pensar que no tanto por los métodos) de sus adversarios ideológicos. Y es que, si el superhéroe está decidido a mantener un statu quo que me oprime, que limita mis recursos, tal vez no sea a mí a quien está protegiendo, pueden plantearse. De ahí también el éxito en los últimos años de los tebeos que han mostrado a vigilantes yendo contra los estamentos y símbolos de la malversación y la manipulación. Claro que esto último daría para otro artículo en el que nos ocupásemos de cómo los cómics dialogan con la pregunta sobre la legitimidad de dinamitar las instituciones democráticas que se han demostrado corruptas o desleales hacia el pueblo. El debate es complejo.
A pesar de que el cómic de Sean Murphy refleja con acierto este clima de cuestionamiento del discurso establecido en los tebeos de superhéroes, y a pesar del carácter punky que suele atribuirse al autor o de que él mismo se defina como «super left», su conclusión es bastante neutra. En Batman: Caballero Blanco, el Joker alcanza el poder, pero finalmente vuelve a transformarse en un psicópata, revela que su plan era tener a la batfamilia bajo su influencia y señala el error de quienes le confiaron su voto. Por supuesto, en el ecosistema actual y en la tradición de los cómics de superhéroes no podía ser de otra forma. Si Bernie Sanders no puede ser el candidato demócrata por un excesivo progresismo, ¿cómo va el Hombre Murciélago a romper su vínculo con el statu quo? Si el movimiento Occupy Wall Street está mal, el icono de la justicia en Gotham no puede convertirse en líder revolucionario o en agitador de las masas.
En esta lógica del cómic de superhéroes, el justiciero es un corrector de las desigualdades e injusticias en un sistema cuyas virtudes se dan por descontado. El juicio editorial parece dictar que, para que funcione y siga interpelando transversalmente a los lectores de distintas latitudes y condiciones (esto es, para que se siga vendiento globalmente), el súper tiene que mantenerse en equilibrio entre un sistema que se da por bueno a pesar de que haya sido tomado por los corruptos y los movimientos que canalizan el descontento para instaurar una alternativa percibida como nihilista y caótica. Batman debe ir contra un alcalde delincuente, pero jamás contra la alcaldía. Y así lo hemos leído en multitud de ocasiones, la más reciente, cuando Tom King escribió a Bruce Wayne liderando la defensa penal de Mr. Frío, al considerar que una confesión obtenida bajo tortura no debería ser válida.
Todo esto es evidente desde los primeros compases del murphyverso, no hay trampa. A pesar del apoyo popular que el Joker logra granjear entre los habitantes de su Gotham de tinta y papel, a diferencia de la cinta de Todd Phillips, la obra no está orientada a despertar la empatía del lector hacia Napier. Al contrario, no hay una sola viñeta en la que la sombra de la sospecha no planee sobre el criminal rehabilitado, e incluso se aclara que si Batman ha actuado de forma incorrecta es porque está sufriendo ante la inminente muerte de Alfred. Así que cuando el Joker finalmente vuelve a comportarse como el payaso criminal que todo el mundo conoce, el lector celebra su derrota.
Sin embargo, si el tratamiento del descontento social ante la corrupción y la gestión de la economía por parte de los políticos le quedó a Murphy lo suficientemente transversal, la manera en que introdujo referencias al movimiento Black Lives Matters y el problema del racismo en la primera entrega de su Batman sí le costó un aluvión de críticas, que terminaron con el autor cerrando su cuenta de Twitter.
El ejercicio de una violencia excesiva por parte de la autoridad, representada por Batman, no sólo sirve en el murphyverso para activar la trama o introducir el tema de la responsabilidad legal de los súpers, sino que conecta también con una cuestión que reemerge cada pocos años en la actualidad norteamericana: la brutalidad policial contra los afroamericanos. Las imágenes de alguien que debe administrar justicia propasándose con aquellos que quedan bajo su protección son lamentablemente recurrentes en Estados Unidos. El último caso que ha sacudido las conciencias de la sociedad y ha exigido responsabilidades a las estructuras de Estado ha sido el del asesinato de Floyd George a manos de un policía. Telenoticias de todo el mundo emitieron las imágenes en las que un agente de la policía de Minneapolis lo asfixiaba hasta la muerte al presionar el cuello de la víctima con su rodilla durante más de ocho minutos, a pesar de que la víctima repetía que no podía respirar.
La frase “I can’t breathe” (“no puedo respirar”) es uno de los lemas asociados al movimiento Black Lives Matter, que desde 2013 busca movilizar a la población y exige a las instituciones que se adopten medidas para erradicar el racismo y, de forma muy concreta, los repetidos casos de agresiones policiales contra ciudadanos afroamericanos. La frase no procede del caso de Floyd George (cuyo asesinato se produjo casi dos años después de la publicación de Batman: Caballero Blanco). Según un artículo de The New York Times, hasta setenta personas habrían pronunciado estas palabras antes de fallecer a manos de alguien con placa y uniforme azul. Antes que el de Floyd George, sin tanto revuelo mediático en nuestro país, circularon vídeos en los que ciudadanos afroamericanos desarmados eran asfixiados por agentes de policía mientras les advertían que no podían respirar. Hasta en once ocasiones lo repitió Eric Garner antes de fallecer a manos de Daniel Pantaleo, quien lo había detenido por vender cigarrillos de manera ilegal. “I don’t care” (“no me importa”), le repitió su asesino a Derrick Scott, detenido tras haber tenido una discusión en la calle, en Oklahoma City.
De este modo, no puede resultar casual que Murphy escogiese escribir la frase “I can’t breathe” en labios del Joker cuando, ya rendido, recibe una brutal paliza por parte de Batman. El propio autor afirmó que estaba en su voluntad introducir el tema racial en el cómic. Pero la manera de hacerlo enervó los ánimos de los lectores, a tenor de la inapropiada asociación entre la criminalidad y los movimientos sociales afroamericanos. Contribuyó también un resbaladizo tuit del artista en que calificaba como “saqueos”, de forma generalizada, las protestas y los disturbios que siguieron al asesinato de Floyd George, que con una interpretación realizada con los nervios a flor de piel hizo que se leyese cierta mala fe en la asociación entre el antagonista y la comunidad negra.
Sin embargo, una lectura sosegada de Batman: Caballero Blanco no parece que revele una ideología abyecta por parte de Murphy, quien se disculpó a través de redes sociales y a quien resulta también fácil leer tratando de expresar un mensaje antiracista, como la pervivencia de ciertos clichés xenófobos en los cómics de superhéroes. A pesar de la loable voluntad tanto de autores como de editores de comunicar la necesidad de combatir la discriminación, o del encomiable despliegue de la multiculturalidad que se ha dado en Marvel en los últimos años, como el resto de formas de expresión artística, los cómics siguen reflejando argumentos y visiones racistas enraizadas en el inconsciente colectivo. Batman: Caballero Blanco no señala a Murphy como un escritor racista, como algunos han querido ver, sino como un guionista que aborda la cuestión con torpeza, con la torpeza propia de quien no se ha encontrado en los zapatos de alguien marginado o agredido por su condición racial.
Resulta evidente que el autor de New Hampshire quiere denunciar ciertas injusticias cometidas respecto a la comunidad afroamericana. Por ejemplo, la mayor parte de los habitantes del barrio de Gotham que utiliza para ejemplificar el abandono de las clases populares por parte del gobierno son negros. Y en una lectura superficial, quizá la del propio Murphy, podría recibirse como una crítica a la inoperancia de las instituciones para garantizar unas adecuadas condiciones de vida a los habitantes negros de ese barrio de Backport. Cuando el líder de la comunidad afroamericana estrecha la mano de Napier y le brinda su apoyo, lo hace porque éste le promete una mejora de los servicios públicos: mayor vigilancia de “policías buenos”, volver a construir una biblioteca que fue derrumbada por Batman durante una de sus cruzadas…
Pero ese mismo relato posibilita lecturas comprometedoras en el contexto actual. Retratar a la población de un barrio afectado por la pobreza y la criminalidad como mayoritariamente negra puede ser reivindicativo, pero también contribuye a la perpetuación de la asociación entre la delincuencia y los afroamericanos. Sazonado con otra serie de clichés del mismo estilo, posibilita una lectura paternalsita blanca en el mejor de los casos, y xenófoba en el peor.
La forma equívoca en que la cuestión racial se da en Batman: Caballero Blanco o la polémica a cuenta del tuit sobre Black Lives Matter, la posibilidad de dos lecturas antagónicas, todo ello forma parte también de lo que inscribe esta obra en la cultura posterior a la crisis de 2008. De la misma manera que refleja el cuestionamiento de las instituciones o el auge de los populismos como respuesta a la crisis y la corrupción, el riesgo de que un loco violento se infiltre en lo público, la obra de Murphy también se ha visto inmersa en la cuestión de sospecha del lenguaje, de la cultura, que se deriva de la generalización de la mentira en el ámbito político y, más sibilino, de la resemantización de términos como “antifa”, que la extrema derecha populista se ha esforzado en convertir en sinónimo de criminal.
En la superficie de todas estas cuestiones, Murphy arma para Batman y la ciudad de Gotham historias oscuras y de alto octanaje, que recuerdan a los mejores títulos protagonizados por el Hombre Murciélago e incorporan los ingredientes que los lectores suelen exigirle a un cómic con el logotipo del Caballero Oscuro en la cubierta. Pero si todos esos elementos son reescritura, tradición, probablemente estos tebeos han resonado en los lectores mucho más que los que han escrito en los últimos años King, Tynion o Snyder precisamente porque las problemáticas sociales y políticas, las inquietudes y las dudas de nuestro tiempo los atraviesan vivamente, con una intensidad que incluso hace que las lecturas que se desprenden queden, en ocasiones por mucho, más allá del control de su autor.