Guionista de Barrio es la columna de opinión semanal de Fernando Llor (@FernandoLlor). Llor, que cuenta con el poder de la omnipresencia, es autor de obras como El espíritu del escorpión, Teluria 108, Ojos Grises o más recientemente Subnormal, entre otras muchas, así como miembro en activo de la Asociación Profesional de Guionistas de Cómic (ARGH!). |
Hace tan solo unos días tuve la pésima idea de discutir vía Facebook. Sí, lo sé. No debería haberlo hecho y así ahora mismo no tendría esa sensación de haber utilizado una máquina del tiempo que me trasladó hasta un bar de pueblo en el que todos se giran a mirar cuando entras.
La discusión giró en torno a algo que realmente me preocupa: circulan por los mentideros virtuales de las viñetas un par de ideas preocupantes por la facilidad que tenemos en estos tiempos de intoxicarnos con cualquier cosa que leemos por ahí.
Todo arrancó con alguien diciendo algo del estilo de: «si quieres tener lectores tienes que adaptarte a lo que los lectores quieren». Trece palabras. Tan solo trece palabras que incluyen varios problemas juntos y a las que se añadía poco tiempo después la anotación de que hay que «intentar crear un buen producto».
Como he conseguido no tirarme por la ventana después de leer algo así y tampoco he decidido tomarme seis litros de zumo de limón con cianuro después de la discusión posterior patrocinada por Zuckerberg, voy a armarme de valor y soltar mi opinión sobre dos o tres cuestiones que me parecen muy importantes.
Deseadme suerte.
Escribir lo que quieren los lectores…
Sucede con una periodicidad alta. Puede que cada seis meses. Puede que cada tres. Puede que cada vez que nos dicen que vamos a poder contemplar una luna especial por algo. El caso es que ocurre muy a menudo. Alguien dice que «si queremos gustar a los lectores hay que darles lo que demandan», pero eso… claro… no solo es imposible es que además rompe las barreras de toda lógica…
Saber lo que gusta a los lectores es posible. Basta con asomarse a los tebeos más comentados, a los más vendidos, a los que están más de moda o sobre los que existe un mayor bullicio generalizado. Por ejemplo, si la editorial X anuncia que ha agotado dos ediciones completas de un cómic que salió hace tres meses pues es bastante sencillo pensar que está gustando.
Ahora bien, tratar de extraer aquello que hace que ese trabajo guste especialmente, reducirlo a una esencia sencilla y después emplear esa misma esencia para generar una obra nueva y conseguir que funcione es cuando menos ingenuo en el mejor de los casos.
Y eso en el mejor, porque en el peor significa asumir que se pueden fabricar éxitos como quien fabrica pasteles, basta con poner un poco de Y, sumarle una pequeña dosis de V, aderezar con unas virutas de W y terminar con un buen fogonazo de Z.
No hay fórmulas ni recetas. ¿Eso quiere decir que no hay un montón de gente buscándolas? No. Siempre hay buscadores de tesoros y de gallinas de los huevos de oro en cualquier disciplina e incluso hay épocas en las que alguien cree haber encontrado una fuente inagotable de maná hasta que… bueno… hasta que se agota y se va al carajo o vuelve a empezar la búsqueda.
Sin embargo, esos «intrépidos» aventureros a la búsqueda de las tablas de la ley que garanticen ganancias millonarias suelen hacerlo desde la posición de productores, de grandes grupos y otros magnates y jerifaltes de las diferentes industrias culturales.
Proponer a creadores y creadoras que sean quienes traten de encontrar, desarrollar o adaptarse a esas fórmulas es muy peligroso por lo que supone de cortapisa creativa, de presión y de pobreza artística.
A vueltas con la palabra arte
Me decía uno de los participantes en el debate virtual del otro día que el problema real era precisamente hablar de «arte» al hablar de tebeos cuando debería bastarnos con hablar de «entretenimiento». Añadía además que existen autores cuya pretensión es similar a la de algunos cineastas independientes que solo quieren crear sesudas obras maestras mientras las cifras demuestran que luego la gente va al cine a ver mamporros.
Hay tantas cosas que me parecen mal en esas afirmaciones que me duele muchísimo la cabeza solo de pensar por dónde empezar a responder…
El cómic es arte. Y es muy posible que hayamos entrado en alguna especie de máquina del tiempo o incluso que hayamos descendido hasta algún tipo de infierno dantesco porque no se puede explicar que cada cierto tiempo aparezca alguien y diga que no lo es o incluso que debería abandonarse la pretensión de serlo…
Los autores y las autoras de cómic, sea cual sea la labor que desempeñen en la creación de la obra, dibujantes, guionistas, coloristas, etcétera, son artistas. Todos y todas. No son autores los guionistas y artistas los dibujantes como nos quieren hacer creer algunos opinadores basándose en fórmulas que ya olían a cerrado en los ochenta. ¿Realizas algún tipo de arte? Pues artista, no hay discusión posible.
Dentro de estos artistas los habrá pretenciosos, humildes, divertidos, amargados, maravillosos, desenfadados, juerguistas, provocadoras, reflexivas o con el único afán de entretener con su obra. Es igual de artista Moderna de Pueblo que Alicia Palmer, Francisco Ibáñez que Irene Márquez, Jan que Javier Marquina. ¿Haces cómics? Eres autor y artista. ¿No los haces, como por ejemplo, yo qué sé, Antonio Martín? Pues no lo eres.
Una vez realizada la obra podríamos entrar en cientos de miles de consideraciones más o menos subjetivas. Podemos hablar de lo que transmite, de si nos ha emocionado más o menos, si nos ha hecho pensar, si nos ha horrorizado, si nos parece lo peor que hayamos podido leer nunca o lo que sea, pero siempre sin abandonar el aspecto fundamental de que estamos ante una obra artística.
Problemas, problemas y más problemas
Quitar la consideración de «arte» a un trabajo que lo es para sustituirlo por el de «producto» plantea muchos problemas. El mayor de ellos es que al asumir que lo que hacemos son productos y no obras entramos en una semántica en la que siempre van a salir perdiendo los autores. Las palabras importan e importan mucho.
En cuanto se entra mentalmente en la categoría de producto ya se habla de consumir (algo que cada vez está más extendido al hablar de música, cine, series…) y a cada paso que se avanza en esa dirección se retrocede en la consideración artística de las obras y ahí tenemos un problema de verdad porque se empieza a contemplar a los artistas como piezas de un engranaje de fabricación que pueden ser totalmente sustituibles y en el que cada vez importa menos la impronta personal que puedan dejar en cada obra, lo único relevante es que sigan «creando contenido» que poder comercializar.
Las obras se crean, los productos se fabrican, tan es así que todo lo referente a las creaciones artísticas y su distribución o puesta a disposición posterior por un tercero está legislada al detalle en nuestra Ley de Propiedad Intelectual.
Permitidme que me ponga un poco intenso con esto. La primera ley española que contemplaba los derechos de autoría y, por tanto, consideró que era importante proteger a los autores y delimitar qué es una obra y qué no lo es data de 1813 (aunque ya existen ciertos reconocimientos en 1502 en tiempos de Isabel y Fernando). En estas leyes siempre se distingue en derecho entre lo que se llama corpus misticum (el bien intelectual) y corpus mechanicum (el bien material). La autoría del primero, es decir, aquello que se cede a través de un contrato de explotación es irrenunciable e inalienable, no se puede vender, solo se puede heredar y transcurrido un tiempo (70 años tras la muerte del autor) se pierde en favor del dominio público.
¿A dónde voy con todo esto? Pues a que ni siquiera en la ley existe el más mínimo debate, los autores y autoras creamos obras artísticas que, si queremos que se comercialicen, podemos hacerlo por nuestra cuenta o podemos ceder algunos pocos derechos sobre ellas a un tercero para que las convierta en un cómic, las distribuya o las ponga a disposición de los lectores en diferentes formatos.
Gracias a que tenemos una ley bastante garantista y respetuosa con el arte, esas cesiones están muy limitadas en cuanto a ámbitos territoriales, transformaciones que se pueden realizar en la obra o a partir de la misma o la extensión de esas cesiones.
¿Por qué necesitamos toda esa protección? Para evitar precisamente que se nos convierta en meros productores de contenido para entretener. Porque puede parecer que es solo un juego de palabras en el que debemos adaptarnos al ritmo actual y a una nueva forma de acercarnos a la cultura y blablabla… pero pensándolo tan solo un poco más, esto podría desembocar en una pérdida de derechos bestial para autores y autoras en cuanto que ya no crean bienes intelectuales originales sino que se limitan a seguir patrones establecidos como quien fabrica un automóvil, perdiendo la propiedad intelectual de sus creaciones y sustituyéndola por la propiedad industrial de un tercero que podría, por ejemplo, realizar tantas transformaciones como quisiese sobre las obras (como hacer películas, series…) sin tener en cuenta en absoluto a sus creadores. ¿Os suena algo de esto?
Por eso voy a insistir de nuevo: las palabras importan e importan mucho. Cada vez que hablamos de producto en vez de obra, de entretenimiento en vez de cultura o de creadores de contenido en vez de artistas estamos poniendo un clavo en el ataúd de nuestros derechos y de la consideración que durante tantos años se ha buscado y se sigue buscando.