Ni frase en la portada ni en la contraportada. Solo un gorrión muerto, un niño con un tiracantos y un gato. ¿Qué esperar de la obra?
Un largo travelling de ocho páginas transporta al lector al mundo de Ronson (Editorial Autsaider Cómic), el debut en la novela gráfica del historietista César Sebastián (Valencia, 1988). Un narrador entrado en la cincuentena rememora, rebuscando en el desván de su memoria, cómo era su pueblo, mientras filosofa sobre la deformación que a los recuerdos infringe el antojadizo paso del tiempo. Un pueblo que podría ser cualquiera de la España que no tiene espacio en los diarios, aquella que fue y que ya casi nunca está. A nuestros Comalas particulares, universos infinitos acotados por las rigideces de un tiempo de represión y miseria, nos traslada la primera novela gráfica del autor valenciano.
La niñez y los primeros pasos de la adolescencia del personaje principal sirven como excusa narrativa para hablar de la verdadera protagonista, la sociedad que habitaba esos paisajes repletos de crudeza y autenticidad. En ese vaivén de contrastes navega la obra, de la ternura de las abuelas que cuidaban sentimentalmente a la chavalería hasta los maltratos de padres alcohólicos que se dejaron la esperanza en el bar, de la salvaje e infantil caza de animales a los secretos del mundo agrario, de los oficios que ya no existen a la válvula de escape que el cine suponía para la población, Ronson es una ventana a un mundo que hoy tiene pinta de espejismo.
Lo recrea Sebastián con una documentación esmerada y fidedigna, desde la disposición de las calles de ese pueblo que parece que respira, hasta las grietas de los edificios que son como arrugas en las manos o el atrezo de los jornaleros, asuntos esencialmente gráficos, pasando por la colección de expresiones, motes y vocabulario propio de aquel universo. Ronson, se nota, bebe de la tradición oral y eso le otorga una autenticidad incuestionable. Con especial brillantez usa el autor la estética western para revivir las disputas en el pueblo, dibuja el despertar sexual en una adolescencia amordazada o retrata la crudeza de la época con la historia del malogrado Ismael, amigo preadolescente del protagonista.
La narración se divide en diferentes episodios que dan pausa a la voz del testigo, con unidades narrativas de cuatro o seis viñetas por página, que funcionan mediante acumulación emocional. Una mezcla del Paco Roca de Regreso al Edén con el neorrealismo italiano y la España de pandereta de Berlanga, con un tono propio, entrañable y sincero. Ronson emociona recreando con el espíritu de la línea clara un costumbrismo que parecía irrecuperable, el de una generación que ha vivido desde la televisión en blanco y negro hasta la voraz revolución digital. Sin juzgarla, sin condescendencia, pero mostrando toda su crudeza. La generación de muchos padres del ámbito rural, cuya infancia transitó en una España opresora y buscaron durante su adolescencia resquicios por donde aspirar el denso aroma de la libertad, ya tienen su retrato.
El cómic, como otras artes, estaba pidiendo también su reivindicación más allá del asfalto de la gran ciudad. Sebastián se presenta en sociedad con una obra debut de insolente madurez, como si jugara a los chavos negros con una moneda trucada. Su Ronson es un homenaje, comprometido y tan duro como tierno, a esa tierra que el peso de los recuerdos desatendidos estaba hundiendo en el frío lodazal del olvido.