La condición de refulgente icono pop de la adaptación cinematográfica de Barbarella (Roger Vadim, 1968) ha oscurecido hasta la fecha para el gran público español los abundantes atractivos del homónimo material original creado por el dibujante de cómics Jean-Claude Forest en 1962, a pesar de que la mayoría de hallazgos visuales, galería de personajes e imaginario de la película ya estaban presentes en viñeta.
Barbarella, el cómic, sacudió a principios de los 60 los cimientos de la industria editorial y la sociedad francesa, al apostar por el mercado adulto en un momento en que las publicaciones estaban dirigidas exclusivamente al público infantil y juvenil. Aunque su primera edición seriada, publicada entre febrero de 1962 y enero de 1964 en la revista trimestral V Magazine, pasó completamente desapercibida, el editor y erotómano Éric Losfeld recopiló estas primeras historias en un volumen de gran formato, con sobrecubierta, y en excelente papel. Son años en Francia de un ambiente cultural y político efervescente, de reinventar y dinamitar paradigmas y reglas del juego, como sucediera con el movimiento cinematográfico de la nouvelle vague o el situacionismo de Guy Debord. La vanguardia del cómic también reclamaba su sitio en esta revolución socio-cultural y Barbarella sería su punta de lanza. La intelectualidad de izquierdas del momento acogió con los brazos abiertos esta singular space-opera porque supo intuir que detrás de la presunta ingenuidad de sus páginas latía una decidida filosofía política radicalmente opuesta a los movimientos autoritarios. La joven protagonista, de la que apenas se ofrece información al lector salvo que está aquejada de mal de amores, vaga sin rumbo por un ignoto sistema solar y va recalando en diferentes planetas y ecosistemas, en los que invariablemente insta a la resolución de conflictos entre facciones enfrentadas, apelando al diálogo y renunciando a la vía de la violencia y a la testosterona. No esgrime armas, salvo en una ocasión, y aunque en ocasiones parece adoptar un papel pasivo en la trama tiene la virtud de conseguir siempre sus propósitos aunque parezca que las cosas sucedan por mero azar. Estratega maquiavélica o heraldo de la paz según convenga, carece de moral, pero no de principios, como llega a reconocer literalmente.
Barbarella es, además de un artefacto ideológico de alto alcance, un icono feminista de primer orden. Su protagonista no es una damisela en apuros que deba ser rescatada por el héroe de turno, ni mucho menos una mujer objeto sexualizada para solaz de mentes calenturientas. Se presenta al lector desde un primer momento como una heroína empoderada que no necesita permiso ni lo pide para tomar sus propias decisiones o entregar su cuerpo a quien considere si así lo estima. En una de sus incursiones en una ciudad inhóspita, es rodeada por tres alienígenas que intentan amedrentarla con perlas de masculinidad tóxica: “No sabe lo que quiere”, “Sí lo sabe, pero no se atreve a decirlo” o “Hay que ayudarla”. Barbarella no tarda en retomar el control de la situación con una solemne declaración de intenciones: “Yo siempre se lo que quiero y cuando lo quiero. Y, sobre todo, ¡cómo lo quiero!”. No hay que olvidar que la génesis del personaje obedece a una conversación entre el redactor jefe de V Magazine, Georges H. Gallet, y Forest, a propósito de la falta de mujeres en los cómics. Aunque en un principio el modelo a imitar era el de Tarzán, Forest acabó por inscribirla en la línea de héroes pulp como Flash Gordon, esculpiendo sus facciones con los rasgos de la mismísima Brigitte Bardot, pero dotándola de una singularidad específica.
En esta visionaria apuesta por la igualdad entre sexos y la concordia entre pueblos, el creador de Barbarella mezcla tropos de la ciencia-ficción más camp con ecos de las obras de Lewis Carroll, de quien absorbe y expande su sentido del absurdo. Los ingeniosos coqueteos surrealistas de Barbarella operan tanto a nivel visual -tiburones que planean por el espacio, piratas que surgen de una medusa, gigantes con cabeza en forma de nube que disparan rayos-, como textual, con hilarantes en ingeniosos juegos de palabras y deliciosas metáforas, algunas extraordinariamente explícitas, otras mucho más soterradas. En ocasiones, la cita a Caroll es casi literal, como sucede en la primera de las aventuras, en las que Barbarella se adentra en el mundo de los belicosos orhomrs homenajeando la caída en la madriguera de Alicia.
Por increíble que pueda parecer, Forest no siempre se sintió seguro a los lápices, en parte porque ante todo le gustaba considerarse como un narrador de historias. Ello explica ciertos vaivenes gráficos en las primeras páginas -composiciones deslumbrantes precedidas de alguna viñeta que parece levemente abocetada. Sin embargo, no tarda en asentarse en un estilo sensual y dinámico que combina un exacerbado erotismo en la composición de los cuerpos con un imaginativo lirismo a la hora de plasmar razas alienígenas -con base antropomorfa y aditamentos de fantasía- y arquitecturas galácticas. En el segundo de los volúmenes incluido en esa obra, Las cóleras del devoraminutos (de vida editorial igualmente azarosa), se aprecia una evolución en el estilo de Forest. Aunque el sentido lúdico, la excelencia artística, la chispa creativa y el espíritu anarquista de los primeros años -la transición entre viñetas a menudo está plagada de elipsis y la narrativa no siempre obedece a la lógica, hasta el punto de que no siempre es fácil seguir la línea argumental-, permanecen intactos, el autor potencia más el componente de ciencia-ficción -por temor a resultar encasillado como autor erótico- y la estructura de fábula (lo que le llevó a perder el favor de parte del público que le había aupado años atrás). En la primera página, vemos a Barbarella al frente del llamado “Circo delirio”, que ofrece “las actuaciones más sexis y peligrosas de todo el sistema solar. Más adelante se alternarán guiños a Jonathan Swift y abracadantes paradojas espacio-temporales, en un continuo salto adelante.
Este alucinante y alucinado material permanecía inédito en España hasta ahora en su gran mayoría. Dolmen recupera por fin en nuestro país los dos primeros álbumes en blanco y negro (lamentablemente, los bitonos originales se perdieron), con un sinfín de extras que ayudan a situar la obra en su contexto histórico y revalorizar su importancia artística. La edición se ciñe a los materiales originales, algo que también resulta de agradecer. Forest siempre pensó en su obra como un objeto en constante evolución, lo que le llevó a incorporar añadidos posteriores que muchas veces acababan perjudicando el resultado original.