Palabra de Editor es la columna de opinión de Pedro F. Medina (@Studio_Kat), Editor Jefe, responsable de licencias y redes sociales de Fandogamia y periodista con una faceta nada oculta de showman en los eventos de cómic y manga |
El primer tebeo que leí fue un Mortadelo. Estoy seguro de que ya lo he dicho antes, pero es fascinante comprobar como este caso se repite para muchísima gente. “Mortadelo y Filemón”, las cosas por su título, porque al vilipendiado jefe de dos pelitos no hay que restarle méritos. El Mortadelo (y Filemón) debe ser el cómic más leído de este país (y si sumas toda su colección, con más de 200 tebeos, ya nos barre a todos), con el añadido de que ha sido una lectura siempre amena, siempre disfrutona. Nadie se ha leído las desventuras de los agentes de la T.I.A. por obligación, al menos no en su infancia, ese momento en el que se te abren los ojos como platos al descubrir lo que es bueno por primera vez. Mortadelo nos desvirgó a muchos de nosotros y fue una relación totalmente consentida. Por eso nos caló tanto.
En la línea de la comedia española, muy de sainete y pastiche, MyF nace como una tira cómica repleta de juegos de palabras y porrazos bajo la mirada de la censura, y termina convertido (¿por decisión editorial?) en una parodia de las películas de detectives y agentes secretos. Una serie de chapuza procedimental, en el que los héroes alcanzan sus objetivos por pura chiripa a pesar de su tesón (escaso) e ingenio (ídem). Funcionarios al servicio del Estado, son lo mejorcito que puede ofrecer nuestra patria para salvaguardar sus intereses en nuestro territorio y más allende de los mares. Una lectura más profunda nos lleva a sentir lástima y nostalgia por nuestro país y costumbres. Ibáñez es tan divertido porque, a nuestro pesar y gracias, sabe muy bien cómo somos y hacia dónde no estamos yendo.
Autor de enorme talento, se deshace en el slapstick como la fórmula perfecta para resolver cualquier situación y provocar la carcajada, y lo hará durante con todo su reparto de personajes: el Botonés Sacarino (la risa por la inexperiencia), Pepe Gotera y Otilio (la risa por la pereza), Tita, Tato y Clodoveo (la risa por la precariedad laboral), Rompetechos (la risa por nuestras carencias), Rue 13 del Percebe (la risa por la proximidad) (por cierto, lo mejorcito de su extensa producción). Trompazo, accidente, hachazo, chichón. Y a la viñeta siguiente estaremos como nuevos, listos para cometer de nuevo el mismo error siete veces. La magia de su obra es que, a pesar de saber de antemano lo que va a pasar (porque si algo puede salir mal, saldrá fatal), nos atrapa en la lectura. Y todo ese ingenio, la cantidad de gags, ese horror vacui en el que cada esquina tiene un detalle, un monigote, ALGO QUE CONTAR. Cada historieta acaba porque no le quedan más páginas disponibles y de alguna forma tiene que cerrar, pero sabemos que los mazazos gigantes, las caídas desde grandes alturas y los ¡CORRA, JEFE, CORRA! seguirían ocurriendo sin fin.
Ibáñez es fundamental para comprender la historieta española y a qué cotas nos ha hecho volar por lo intergeneracional de sus viñetas. Los tebeos de Mortadelo pasan y pasaban de mano en mano dentro de una casa, del niño al tío al abuelo a la madre. Ninguna creación artística o literaria nos ha acercado tanto entre nosotros. No hay nada semejante creado por estos lares, a ningún nivel, porque el fútbol no cuenta como producto cultural o me llevo el Scattergories. Y ahora nos ha dejado, el muy burricalvo. Sincerémonos: sabíamos que este momento iba a llegar. Su nombre salía en todas las porras. Y con todo, incluso cuando somos legión quienes ya no leíamos sus últimos trabajos, hoy todos nos sentimos huérfanos. La historieta española ha perdido un padre, un mentor, una luz. La vida me ha dado muchos palos, pero tengo los ojos humedecidos mientras escribo, y no es para menos. Recuerdo sus colas interminables en los Salones, esas arañas y serpientes que dibujaba en un pispás para que todo el mundo se fuera con su dedicatoria. Sus cómics fueron para mí una auténtica revelación. Incluso cuando me sedujo el paraíso terrenal de las librerías especializadas y las maravillas que albergaba, nunca dejé de amar sus viñetas. El libro más gastado, rajado, maltratado y reconstruido con celofán de mi biblioteca es el Super Humor 35º Aniversario de Mortadelo y Filemón. Es un tesoro que, ojalá, también destroce mi hija dentro de unos añitos, cuando ya sepa leer.
Mucho más tarde descubrimos que Ibáñez se inspiró en las historietas de Franquin hasta la saciedad, de aquellas producciones francobelgas que aquí todavía no llegaban. Que curró como un mulo en Bruguera sacando adelante decenas de páginas al mes, junto a un equipo de asistentes nunca reconocidos y, con posterioridad, considerados como meros calcadores, repasadores de líneas. Y que sus últimos trabajos eran repetitivos o denotaban un regusto a vieja guardia, de esa que hemos ido retirando conforme nos metíamos en el siglo XXI por motivos. ¿Pero qué le voy a reprochar ahora a alguien que, pudiendo haberse retirado hace la tira, siguió dedicado a sus creaciones y sus lectores hasta los 88 años? Solo quiero ponerme un traje de esquimal, coger un arpón gigantesco y llorar en el Polo Norte.
“¡¡Berzotas, catástrofe con gafas, cuando le dije que usted merecía un buen descanso no me refería a esto!!”.