Creator’s Bill of Rights, cuando los artistas independientes plantaron cara a la industria

Una de las asignaturas pendientes que ha tenido la industria del cómic es proporcionar un trato amable hacia los artistas de cuyo trabajo se lucran. Son muchas las ocasiones en las que los artistas se han visto perjudicados y esta industria tiene más de un esqueleto en el armario: las disputas entre Jack Kirby (y tantos otros) y Marvel, el cheque de escasa cantidad que percibieron Siegel y Shuster por Superman, el ninguneo a Bill Finger…  Son espinitas clavadas que a día de hoy se están logrando quitar. Pero si se ha logrado no viene de la nada. A lo largo de las décadas se han llevado a cabo ensayos que visualizaban las posibilidades de un contexto menos hostil.

Durante los años los sesenta y setenta, junto con la expansión de los circulos contraculturales, surgieron los primeros movimientos underground de los cómics y la autopublicación. Fueron los primeros cuestionamientos de la hegemonía de las editoriales de superhéroes imperantes en el mercado y con los mecanismos habituales de estas. Pero estas tendencias funcionaban en sus propios términos dentro de su parcela del mercado sin impactar de manera patente los procesos de producción de los cómics a gran escala.  

Más “daño” hizo la incursión del gran nombre que luchó por obtener una mejor consideración para los creativos: Neal Adams. Y es que este hombre fue una figura necesaria y fundamental en la lucha de los derechos de los artistas de sus derechos. Su demanda contra Marvel logró lo que Jack Kirby intentaba conseguir durante años: que se les devolviera los originales para poder venderlos a cuenta propia. Eso sentó cátedra y las editoriales a partir de ese momento comenzarían a devolver los originales a los artistas.

Adams, activista tanto dentro como fuera de las viñetas.

Pero la actividad más significativa y el mayor objeto de disputas fue la concepción del Sindicato de Creadores de Cómics en 1970. Fue un punto de inflexión puesto que tuvo recepción y se terminado inscribiendo creadores estrella como Cary Bates, Howard Chaykin, Chris Claremont, Steve Ditko, Michael Golden, Archie Goodwin, Paul Levitz, Bob McLeod, Frank Miller, Carl Potts, Marshall Rogers, Jim Shooter, Walter Simonson, Jim Starlin, Len Wein o Marv Wolfman. De este modo, ya que eran nombres que interesaban a las majors, tuvieron herramientas de mayor efectividad para plantar cara a los posibles tratos abusivos por parte de las editoriales.   

El mercado mainstream estaba controlado por las dos grandes majors. ¿Eso significa que no hubiera editoriales independientes que intentaran hacer las cosas de otra manera? No es el caso, pero nunca llegaron a tener tanto poder. Pero lo justo es decir que existieron impulsos editoriales como Atlas Comics (la de Seabord. No confundir con la Marvel antes de ser llamada así), Pacific Comics, o Eclipse. Todas ellas tuvieron su momento de gloria y atrajeron muchos talentos, pero no lograron prolongarse en el tiempo y terminaron desapareciendo del mercado.

Estos son precedentes de un punto de inflexión que serían esos años noventa en los que se dio una reformulación total. Pero todos los cambios que estarían por venir tuvo un epicentro que, aun no habiendo cambiado directamente todo lo que debería, sí que fue un pulso que permitía entender la situación general de los derechos de los trabajadores de la industria. Las cosas no podían seguir como estaban siendo hasta el momento.

En 1987 el editor Dave Sim entró en conflicto directo con la distribuidora Diamond, que ya tenía el monopolio sobre la distribución de cómics. Eso fue la mecha que prendió una reclamación muy peculiar. Sim optó por autopublicar y llevar la venta de la serie regular titulada The Puma Blues. Eso hizo que este empresario lograse ahorrar 100.000 dólares que habría tenido que pagar de contratar a Diamond. La distribuidora estaba en proceso de reparto de High Society, del autor canadiense Cerberus. Había distribuido un 33% de las copias y, al darse cuenta de que Sim había comenzado a distribuirse por sí mismo, congeló el reparto por revanchismo. Como es lógico, no fue del agrado de Sim que quería que retomasen la producción.

Imagen de la novela gráfica que se convirtió en el centro de la polémica.

Además, durante aquellos años, Las Tortugas Ninja, un que fue autopublicado en origen pero que terminó necesitando a Diamond.  Y es que es un titulo  que  estaba despuntando a una velocidad de frenética. Ese éxito de una marca propia marcó un antes y un después en la industria y la demostración de que se puede triunfar y lucrarse ampliamente sin necesidad de contar con el apoyo de las grandes estancias que controlan, en buena medida, el mercado. Los creadores de este cómic mostraron su apoyo a lo que pretendió hacer Sim. Y no fueron los únicos en hacerlo.

Todo ello conduce a noviembre de 1988. Sim necesitaba apoyos y un consenso entre autores para poder combatir el monopolio de Diamond y poder encargarse de todos los aspectos de la producción. De este modo, se vio como una lista de autores independientes veían de forma similar que la industria necesitaba remodelarse de algún modo. Kevin Eastman y Peter Laird, entonces, organizaron denominada Cumbre de Northampton (Massachusetts), en la que una serie de autores fueron presencialmente y llegaron a una serie de acuerdos que terminarían siendo público poco después.

Eso sucedería en el verano de 1989, año en el que The Comic Journal lanza un número que era bastante especial. Incluía un documento a forma de manifiesto firmado por algunas de las voces independientes más interesantes del momento. Una reivindicación formal sin igual con la finalidad de afinar lo que ya había y navegar hacia un ambiente laboral más favorable.

Imagen del ejemplar en el que se publicó el Creator’s Bill of Rights.

Los artistas firmantes del Creator’s Bill of Rights, nombre oficial del texto elaborado principalmente por Scott McCloud, fueron: Steve Bissette, Gerhard, Larry Marder, Mark Martin, Mirage Studio (la editorial creada por Kevin Eastman) al completo: Ryan Brown, Michael Dooney, Craig Farley, Peter Laird, Steve Lavinge, Jim Lawson, además del propio Eastman. También firmaron Eric Talbot, Scott McCloud, Richard Pini, Dave Sim, Rick Veitch y Michael Zuli.

El texto era el siguiente: Por la supervivencia y la salud de los cómics, nosotros reconocemos que ni un solo negocio ni un solo acuerdo entre creador y editorial puede o debería establecerse. En cualquier caso, los derechos y la dignidad de los creadores de todas partes son igualmente vitales. Nuestros derechos, tal y como los percibimos e intentamos preservarlos son:  

  1. El derecho total sobre la propiedad de todo aquello que hayamos creado en su totalidad.
  2. El derecho de tener el control sobre la ejecución creativa de todo aquello que nos pertenezca en su totalidad.
  3. El derecho de aprobación sobre la reproducción y el formato de nuestra propiedad intelectual.
  4. El derecho de aprobar los métodos por los cuales nuestra propiedad intelectual es distribuida.
  5. El derecho de movernos libremente y de mover nuestras propiedades entre editoriales.
  6. El derecho de emplear asesoría legal en todas y cada una de nuestras transacciones comerciales.
  7. El derecho de ofrecer propuestas a más de una editorial a la vez.
  8. El derecho de un pago puntual de una parte justa y equitativa de los beneficios derivados de todo nuestro trabajo creativo.
  9. El derecho a una contabilidad fiable de cualquier ingreso y distribución relativas a nuestro trabajo.
  10. El derecho de un puntual y completo retorno de nuestro arte en sus condiciones originales.
  11. El derecho de tener control completo sobre las licencias y de nuestra propiedad intelectual.
  12. El derecho de promocionar y el derecho de aprobación sobre cualquier promoción de nosotros mismos y nuestras propiedades intelectuales.

Este proyecto, sin embargo, aparentemente se quedó en un brindis al sol. Un documento idealista pero que tuvo nula repercusión en el devenir en la industria.

La creación Image Comics se quedó con el título de gran revolución de los derechos de los creadores. De hecho, algunos de los directivos de la editorial explican que no se vio influida en ningún sentido por el Creator’s Bill of Rights. Su éxito fagocitó casi cualquier otro movimiento previo dirigido en ese sentido. Pero eso no quiere decir que no haya sido el único y que surgiera de la nada. No podría haber sido posible sin las iniciativas previas del mercado independiente, sobre las que flota la mencionada editorial.

The Creator’s Bill fue un intento de unos soñadores por intentar influir para mejor la industria. Una forma de asegurar de que los artistas podrían tener un trato justo y libre con la industria. Y el que no haya tenido ninguna repercusión es algo que, precisamente, la convierte en algo a lo que habría que prestar atención.