El modo en el que Bruce Lee irrumpió en la cultura popular no tiene precedentes. El contexto favoreció a ello, puesto que en el contexto de los setenta y la psicodelia, hubo un interés hacia le espiritualidad oriental. Y el cine se permeó de eso a través de aquello que lo caracteriza: el movimiento.
Las artes marciales se abrieron paso gracias a unas coreografías únicas que hacían las escenas de acción algo absolutamente imponente e incontestable. El mencionado actor, en buena medida, personalizó todo ello gracias a un absoluto dominio de su cuerpo que hizo que el espectador viese imágenes que han perdurado. Y, aun así, ¿Qué es lo que queda de ese subgénero?
Sí, ha habido ejemplos recientes (y bastantes notables) como The Grandmaster, la saga Ip Man o The Raid. Y muchas de las técnicas se han incluido en el cine de acción contemporánea. Pero no hay tantas películas cuya temática central sean las artes marciales que hayan tenido una acogida popular como sí que las tuvieron en su momento.
En este contexto, Robert Kirkman intenta resucitar este subgénero con la esperanza que el público contemporáneo siga teniendo interés y sensibilidad suficiente como para conectar con una obra cuyo target es muy de nicho. Se aprecia que es alguien muy clasicista y apasionado que busca que el lector sienta afecto hacia las mismas cosas que él siente. Y Fire Power sirve para argumentar esa tesis.
El modo en el que se ha comercializado esta propuesta, desde luego, no es nada habitual. Partir de una novela gráfica que, además, es un prólogo a lo que está por venir es una estrategia de venta. Y en el arranque, se parte de dos números de más de treinta páginas. Sin embargo, Kirkman está en una posición en el que puede hacer esta jugada. Es de agradecer que este autor que, a pesar de que bien podría haberse ido completamente a la televisión, siga buscando fórmulas innovadoras y lanzando proyectos tan dispares y que sacan partido de las ventajas del cómic.
Al igual que sucedía en la legendaria serie Kung Fu, protagonizado por David Carradine (y que podría ser perfectamente entendido una precuela del personaje que encarnaría en Kill Bill), en Karate Kid o en Puño de Hierro, el protagonista es un occidental, Owen, que, aparentemente, busca formarse en determinadas técnicas. A pesar de ello, no tardará en descubrirse sus verdaderos objetivos: averiguar la verdad sobre la identidad de sus padres. Evidentemente, se entra en un diálogo referencial que subraya la autoconsciencia de la obra. El propio Kirkman sabe que no está reinventando la pólvora y que es heredero o deudor de todos los que vinieron antes.
El prólogo, en buena medida, en forma de novela gráfica sirve para presentar todos los elementos y personajes que compondrán esta obra. Funciona como obra autónoma ya que tiene una estructura propia que se cierra. Y es, precisamente, en el epílogo de esta novela gráfica cuando nos presentan oficialmente la serie, tras una gran elipsis temporal.
Y es ahí cuando la cosa se vuelve más interesante dramática y simbólicamente. Owen ha formado una familia y es feliz. Apenas se hace mención a su pasado hasta que este vuelve para importunarle y estropearle la vida. Quiere volver a arrastrarle al templo porque, al parecer, es clave para resolver un conflicto que tiene en jaque a todos los personajes de la novela gráfica. Pero, Owen ya es mayor, ha pasado página y no tiene ningún interés en volver a esa vida.
El reputado guionista, al igual que en sus trabajos, más que deconstruir el género, trata de darle una vuelta de tuerca y de actualizar determinados aspectos para que se vea como algo fresco y renovado. Y esta oda toma determinadas decisiones que, si bien, no son nada que no hayamos visto en infinidad de ocasiones, logra darle una frescura que hace accesible este tipo de contenido a un gran público. A ello contribuye el ritmo, un tono ligero y que contiene conflictos propios de otros géneros, que llevan a que atrape el lector con mucha facilidad y se terminen las páginas en un suspiro.
El arte de Chris Samnee sigue siendo espectacular en su sencillez. Los aficionados (en plural) llevaban tiempo deseando saber cuál sería su siguiente proyecto, tras su salida de Marvel Comics hace ya demasiados meses. Samnee es uno de los autores más cotizados de los últimos diez años, en los que ha estado estrechamente ligado al guionista Mark Waid (Daredevil, Viuda Negra, Capitán América…), hasta el punto de que costaba imaginar ver a Samnee dibujando los guiones de otro autor. Con Fire Power, uno de los secretos mejor guardados de la industria por fin llega a su final.
En este obra, Samnee tiene una línea clara y muy clasicista y es de esos que, sin mucho aspaviento, logra captar la atención en todo momento. Pero pese a su aspecto clásico, es un dibujo inusitadamente detallista. El dibujante debe dibujar una infinidad de personajes en cada viñeta, pero gracias a una economía de recursos muy loable el resultado es sobresaliente. . Desconozco el grado de implicación emocional que ha tenido en la obra, pero se nota uno de sus trabajos más esmerados hasta la fecha, que ya es decir.
Y, además, contó con la dificultad de hacer interesantes las coreografías sin contar el factor movimiento. Pero, lo cierto, es que son peleas que dan gusto verlas. Especialmente la presente en el segundo número, prácticamente muda, en la que se logra exhibir las capacidades de narración visual impecables que posee sin nunca olvidar ese componente pop que tiene que tener un cómic de estas características. Es un graduado en Harvard en artes visuales y se nota.
Fire Power viene a sacar a revitalizar el malogrado cine de artes marciales. Un cómic que habla sobre cómo occidente ha decidido exponer cómo occidente nos hemos aprovechado de esa cultura y la hemos dejado atrás en cuanto hemos considerado que no nos aporta nada. Y que muestra cómo esta sigue estando ahí y quiere que se vuelva a ella. No es la obra más contundente, pero sí que es realmente precisa a la hora de sentir ganas de practicar artes marciales. Una metáfora ingeniosa que recuerda por qué este subgénero mola como él solo.