Alan Moore sigue siendo un revolucionario. Y, probablemente, para él es ahora cuando al fin puede hacer las obras que siempre ha tenido interés en desarrollar. Lo ha permitido su razonable desprecio hacia una industria que no lo ha tratado como se habría merecido y que no ha entendido sus aportaciones de forma idónea. El que ahora busque otros horizontes es consecuencia de ello. Y el precio a pagar es que no quiera saber absolutamente nada del medio que le hizo ser reconocido.
Dicho esto, este autor siempre ha estado por encima del resto. Y sus contribuciones jamás tendrán un prestigio parr esa parte de la cultura que considera al noveno arte como algo menor. Y seguramente sea por eso por lo que optó por publicar Jerusalén en formato de epopeya novelada. Se suele decir que tal o cual obra es la más personal del autor. Pero si un trabajo parte de la necesidad de creación artística, todas tienen más o menos del artista. Pero, en el caso del tríptico del bardo, es certera esa definición.
En ella se da un paseo por su adorada, desconocida y mágica Northampton. Es un sobresaliente ejercicio de introspección a la vez que hace una panorámica impresionante a la ciudad y a su Historia. Cumple con la célebre máxima de escribe sobre lo que conoces. Y Moore entiende como probablemente nadie en el mundo a esa población inglesa.
The Show se establece como un complemento perfecto para esta novela. Sin embargo, han partido motivaciones distintas. Mientras que Jerusalén es un modo de reflejar una cosmovisión, la película busca la creación de una especie de universo compartido.
Para entender bien como ha surgido esta propuesta hay que retroceder algunos años atrás. Mitch Jenkins, un amigo del creador de Watchmen con aspiraciones de ser director cinematográfico, le comentó a Moore que quería levantar un proyecto de corto. A lo que el escritor le propuso guionizarlo.
Jenkins hasta el momento solo había tenido poquísima experiencia dirigiendo conciertos grabados y videoclips para la banda de rock gótico Fields of the Nephilim:
Moore aprovechó la oportunidad para trasladar su propio estilo al lenguaje fílmico con mucho acierto. Y de ahí nació Show Pieces, tres cortos interconectados titulados Act of Faith, Jimmy’s End y His Heavy Heart. En ellos se respira una atmósfera malsana muy deudora de deudora de David Lynch, aunque con cierta personalidad. Además está la peculiaridad de que los tres cortometrajes están interconectados, ambientados en Northampton y que contaban con Moore como un personaje casi chamánico.
Una sorpresa que ha aguardado este 2020 ha sido la llegada del esperado The Show, que supone el primer acercamiento cinematográfico de Moore. Aunque nunca ha explicitado demasiado su interés en este medio, recientemente escribió una carta de amor al séptimo arte a través de Cinema Purgatorio. En cualquier caso, The Show es el arranque de una carrera que puede terminar siendo estimulante.
Lo cierto es que esta propuesta es un choque de dos sensibilidades y eso se nota en sus irregularidades. Se plantea como un encuentro entre dos mundos. Uno real, el que es conocido por todos, y otro onírico con el que convive. El real responde a las inquietudes de Jenkins y el abstracto a las de Moore. La premisa es que un misterioso personaje que, en cierto modo, recuerda a John Constantine, (y no es la única referencia que guarda Moore para los admiradores de su trabajo) visita Northampton para investigar lo acontecido en Show Pieces. Y lo que se encuentra es un estimulante viaje con implicaciones insospechadas
La película echa toda la carne en el asador en los momentos más extraños y bizarros, focalizados en los sueños de los personajes (y es ahí donde Moore se luce más. Y también cuando su presencia física se materializa gracias a su maravilloso personaje autorreferencial. Moore, además, se ha encargado de poner letra a todas las canciones de la película, como esta Queen of Midnight). Durante esas secuencias realmente se logra generar sensaciones de profundo desquiciamiento. Pero cuando tocan las partes más realistas, la película hace aguas.
La dirección de Mitch Jenkins es bastante contradictoria. En algunas secuencias está muy inspirado y lanza planos precisos. Es alguien capaz de generar ambientes de incomodidad con habilidad. Pero, por otra parte, flaquea en las sonrojantes escenas de acción o cuando pretende provocar una tensión. Se empeña en ser un thriller metatextual en su estructura y no es convincente. El guion cae en convencionalismos mal entendidos, en tramas sin respuestas y presentando otras que no aportan demasiado (ese superhéroe totalmente pasivo) y la dirección se antoja demasiado verde.
Esto, sin embargo, nace como un universo con vocación transmedia. Esta película se ha entendido como el modo de asentar el todo, no como su fin. Hay que analizarla como una parte importante de una maquinaria mayor, con lo que no tiene por qué se valorada como un filme convencional. Aun así, hay muchos peros. A pesar de que no son los suficiente como para denostar los planes de Moore y Jenkins. El Northampton místico que aquí crean tiene potencial para dar mucho más de lo que ha dado en esta película. Y eso, inevitablemente, deja un poso de una ligera decepción.
La película sigue estando disponible para su alquiler en la página web del oficial del Festival Internacional de cine Fantástico de Sitges por el módico precio de cinco euros.
Puede que The Show vaya a pasar desapercibida y que sea muy inconstante de una secuencia a otra. Es imperfecta. Y muchos de los problemas que tiene podrían haber sido solucionados con relativa facilidad. Pero son pocas las ocasiones en las que se ha asistido a una ópera prima tan radical.