Por qué John Constantine ya no es un icono contracultural

Cuando, en enero de 1988, el primer número de Hellblazer llegaba a las librerías de Estados Unidos, Margaret Thatcher, látigo en mano, aún cabalgaba sobre los hombros de las clases populares británicas. Llevaba nueve años clavando sus espuelas en las costillas de sus conciudadanos y faltaban todavía dos para cerrar una etapa marcada por los recortes en el Estado del bienestar, las privatizaciones, el poll tax, las huelgas de los mineros, el hostigamiento estatal a los sindicatos…, pero las consecuencias derivadas de la presión ejercida sobre las familias de clase trabajadora se habían empezado a notar en los distintos ámbitos de expresión artística. En el cómic, una generación prodigiosa de guionistas criada en las alcantarillas contraculturales del Reino Unido de los setenta y los ochenta acababa de conquistar la industria norteamericana con sus viñetas impregnadas de la aspereza y el gris con el que el gobierno torie había tiznado las calles de Londres, Birmingham, Glasgow… El thatcherismo, pasado por el filtro de escritores como Jamie Delano, Garth Ennis o Grant Morrison, fructificó en algunos tebeos ásperos e irredentos que retrataban la deriva conservadora de las sociedades occidentales al tiempo que se revelaban contra la tendencia. Y, precisamente, Hellblazer fue uno de los frutos más amargos de la siembra que la Dama de Hierro realizó en los campos de los historietistas ingleses que conquistarían el mainstream desde los márgenes.

La cabecera, cuya primera entrega fue firmada por Jamie Delano y John Ridgway, gravitaba en torno a un protagonista que Alan Moore había hecho aparecer por primera vez en el número #37 de La Cosa del Pantano. En los despachos de DC pensaron que aquel tipo rubio inspirado en el músico Sting podía llegar a tener gancho, pero lo cierto es que cuando Delano recibió el encargo de crear una serie regular en torno al personaje, ni el autor ni el editor tenían como referencia más que un puñado de viñetas en las que apenas se lo caracterizaba. Afortunadamente, yo era amigo de Alan Moore y pude comentar con él algunas ideas que tenía, explicó Delano en una entrevista concedida a RTVE con motivo del 25 aniversario de la creación del personaje.

El protagonista que el de Northampton escribió durante 40 entregas era, en palabras del propio autor, un tipo muy listo que básicamente improvisaba. Un embaucador que sabía sacar ventaja para imponerse en cualquier situación. A pesar de que actualmente se le tenga por el hechicero de cabecera del Universo DC, el Constantine ideado por Delano era un tipo que se buscaba la vida para sobrevivir a las penurias personales y al hostigamiento de las fuerzas del Mal, era una especie de niño de la calle dickensiano que no había llegado a redimirse y que se ha empeñado en llegar a la edad adulta sólo porque prefiere fastidiar a la muerte y hacer que los ricos se cambien de acera cuando lo vean pasar antes de que descansar.

Veamos la parte positiva: sin los once años de gobierno de Thatcher, es probable que no existiese Hellblazer.

Las primeras narraciones de Hellblazer contenían un intenso contenido de reivindicación social, que en el cómic aparecía representado tanto de forma explícita como a través de demonios, espíritus y toda suerte de criaturas imposibles y terroríficas. Estaba interesado en comentar cómo era la Gran Bretaña de los años 80. Era una mierda y quería decírselo a todo el mundo, contó el autor a la revista Bloodsongs coincidiendo con la publicación del número #100.

El punto de partida quedaba muy claro en la primera grapa, que cerraba con uno de los artículos firmados por  Satchmo Hawkins en que describía a Constantine como un héroe de la contracultura. El protagonista que Delano lanzaba a la cara de los lectores no tenía un corazón puro como Superman o la férrea determinación de Batman. Era alguien que procedía de los márgenes, se movía en los márgenes y, si era necesario, les partía la boca a sus enemigos con los márgenes.

Tanto o más decisivo que el trabajo de Delano para configurar a John Constantine como un icono contracultural fue que Garth Ennis le tomase el testigo como guionista de la serie. El guionista irlandés, que se arriesgaría a comenzar su etapa al frente de Hellblazer situando al protagonista en la consulta del médico para recibir el diagnóstico de un cáncer terminal, incluso recrudecería el aspecto ideológico de la serie. Las críticas al gobierno y a la sociedad británica continuaron formando parte del paisaje que rodeaba al “Embauca”.

En la primera entrega de “Malos hábitos”, cuando John se encuentra con un veterano de la Segunda Guerra Mundial postrado en la cama del pabellón de oncología de un hospital, lamenta que esté agonizando en un país que ya no conocía, porque todo el dinero se gastaba en meter a una puta en el gobierno cada cuatro años. No había dinero para dignificar los hospitales públicos y que aquellos que habían salvado al Reino Unido del nazismo fuesen tratados en consonancia, mientras que las arcas del Estado financiaban la pompa de Thatcher o la monarquía. Esto era lo que me podía ofrecer el patético y raquítico sistema. Una muerta lenta en un pabellón lleno de perdedores, con la cabeza bombardeada a base de heroína prescrita.

Desde el número #1 de Hellblazer, Constantine despachaba críticas tanto de forma malsonante como con sorna británica.

Pero para la generación que ideó al ocultista, no todas las miserias de Inglaterra eran imputables al gobierno de su tiempo. Hellblazer lanza también dentelladas contra episodios sonrojantes de la historia británica, agravios jamás reparados como el espolio arqueológico y el colonialismo. Ya en el número #1 de Hellblazer leemos a un turista preguntarle a Constantine por un edificio fácilmente reconocible para el lector. El mago de la gabardina marrón responde: Es el Museo Británico, la sala del tesoro del Imperio. Es donde guardamos el botín.

Las críticas al sistema no se circunscriben únicamente al ámbito político. Hellblazer desafía a instituciones que detentan parcelas de poder diversas. En “Confesión”, uno de sus números más redondos, Ennis le contó al lector cómo un sacerdote intentó abusar de un joven John Constantine, de la misma manera que había abusado de otros muchos chicos… Pero no se limitó a retratar al pastor pederasta y reflejar en su tebeo una constante en la Iglesia que sólo en los últimos años parece formar parte de la agenda pública y que cuando se publicó el número en de 1993, era más arriesgado que en la actualidad, sino que empleó las viñetas para hacer escarnio y emitir un juicio, al hacer que el diablo fuese a buscar al cura a su parroquia para cobrarse sus deudas y hacerlo arder.

Más allá de las críticas directas al sistema o de las referencias a la literatura de la generación beat o el punk, al consumo de drogas y la liberación sexual, también la forma en que la magia aparece retratada en la colección la conectan con la escena contracultural del momento. No sólo porque se emplee también para hacer chistes, como cuando durante la fiesta de 40 cumpleaños de John se sugiere que Margaret Thatcher cuenta con apoyos demoníacos, sino porque la hechicería y lo oculto suponen un espacio libre y posibilitador desde el que los personajes pueden presentar batalla a quienes están convirtiendo la realidad convencional en una condena. De esta forma, Alan Moore se hace presente en una colección que partió de su imaginación pero que nunca llegó a escribir.

A estas alturas resulta reiterativo escribir que Moore se define a sí mismo como un hechicero. No fue el único guionista de cómic que se interesó por la práctica de la magia del caos u otras formas más tradicionales de hechicería. También es conocida la filiación brujeril de Grant Morrison y, quizá algo menos, que Steve Englehart formó parte de la Ordo Templi Orientis. Estos tres autores han experimentado en sus obras con las posibilidades que brindan la convergencia entre la magia y el arte. Si bien ninguno de los tres ha tomado parte decisiva en la evolución de Hellblazer como autores, Delano sí ha explicado en diversas entrevistas que la concepción de la magia de su amigo Alan Moore influyó en su forma de incorporar lo insólito en la colección.

En el Hellblazer de los ochenta y los noventa la magia tenía poco que ver con los fuegos artificiales o las clases de Hogwarts.

La práctica de la magia y el estudio del ocultismo fue uno de los aspectos más sugerentes del panorama contracultural británico en el último tercio del siglo pasado. Artistas e intelectuales como Ray Sherwin, Lionell Snell o Peter J. Carroll estudiaron distintas corrientes esotéricas de Oriente y Occidente para romper la tradición desde la tradición, y proponer prácticas ocultistas con una vocación antisistema y emancipadora, que cuestionaban el modelo victoriano, jerárquico y burgués, que seguía rigiendo en instituciones más o menos esotéricas como las logias masónicas, los salones rosacruces… Y esa es la magia que vemos practicar al “Embauca”.

Por otra parte, la magia caóta, de hecho, casi cualquier otra corriente postmoderna, advertía sobre el uso que desde el poder se podía llegar a hacer del arsenal esotérico. No era sólo que la primera dama rubricase pactos fáusticos en las viñetas de Ennis, sino que comunicaban a los lectores –de forma más o menos consciente– la centralidad de la palabra y de los símbolos en el paradigma semiótico de la magia, y cómo de eso sí podían hacer uso las instituciones para condicionar la realidad. Invitaban a prestar atención a los discursos, a sospechar de los textos. Lo que decía Thatcher en la BBC o lo que escribían los columnistas de The Times tal vez suponía una amenaza mayor de lo que cabría pensar.

La centralidad de la palabra y el poder transformador del lenguaje se retratan de forma paradigmática en una de las historias más emblemáticas de la colección, “Newcastle”;  tanto que la relación entre la palabra y la magia es el desencadenante del aspecto dramático de la grapa. En la ciudad del norte de Inglaterra, frente a un club a punto de desmoronarse, John rememora un exorcismo fallido que le costó la vida a algunos de quienes le acompañaron en aquella empresa. En un flashback, vemos que para acabar con una entidad que se había apoderado del cuerpo y de la mente de una chiquita víctima de abusos sexuales, Constantine decide evocar a un demonio aún más poderoso –Sagatana– para que lo derrote y libere a la cría. Sin embargo, el ritual no sale como el protagonista esperaba y la entidad a la que convoca es el demonio sumerio Nergal, que termina por arrastrar el alma de la pequeña al infierno.

Antes, frente a frente, Nergal le explica a John Constantine porque no ha conseguido doblegar su voluntad: ¿Buscas contenerme revolcándote en la ignorancia? ¿Acaso desconoces que la raíz de todo poder está en el nombre… y tú no tienes ni idea de quién soy? El símbolo que dibujaste era el mío… Pero Sagatana no es el nombre que le corresponde, y por eso tu invocación carecía del peso del imperativo mágico.

Sagatana y Nergal, el Grimorium Verum del que Constantine dice haber extraído el ritual… Las referencias esparcidas por la historia no son invención de Delano. En este sentido, Hellblazer es un festín referencial para los amantes del ocultismo. Sin embargo, es en la concepción de la magia que el autor expresa por voz de su antagonista donde se aprecia de forma evidente el sustrato en el que hunde sus raíces la representación de lo mágico que se produce durante buena parte de la trayectoria editorial de Hellblazer.

Considero que la red semiótica es la sustancia de la realidad última. Más que una abstracción para explicar cómo funciona la mente humana, es la abstracción para explicar cómo funciona la Mente. La Mente no está separada de la realidad, ni la realidad está separada de los espacios semióticos que habita. Quizá la explicación es innecesariamente obtusa, pero si la realidad –en un nivel incluso más básico que el cuántico– es de naturaleza simbólica, entonces los sistemas de manipulación de símbolos manipulan la red semiótica y, por lo tanto, manipulan la realidad, explica Patrick Dunn en Postmodern Magic, una de las obras que ha teorizado posteriormente sobre la vanguardia esotérica de los setenta y los ochenta. Lo que nos vienen a advertir magos como el matemático Lionell Snell es que las fake news, la publicidad comercial…, pueden ser actos de magia. Por eso, intelectuales y artistas de la escena contracultural llevan décadas librando una guerra mágica, una batalla cultural, contra el sistema cuyos ecos se aprecian en los cómics de Hellblazer.

Hasta finales de la década de 1990, con los matices aportados por los distintos guionistas que escribieron Hellblazer, hemos visto que Constantine era un superviviente con una ética ambigua y quebradiza, que se resistía a las convenciones sociales y desafiaba constantemente a las instituciones de poder y cuyo universo estaba impregnado del ambiente contracultural y sus propuestas tanto puramente ideológicas como artísticas. En el tomo que conmemoraba las tres décadas de existencia de la serie, Rich Handley escribió que Constantine era una combinación de los distintos aspectos que le habían conferido los escritores desde Delano a Warren Ellis y que los fans de Hellblazer no aceptaríamos que fuera de otra forma.

Una forma rápida de entrar en contacto con el Constantine genuino para aquellos que sólo conozcan el de Tynion o el de Fawkes.

Resulta sospechoso que el editor y escritor, cuando firma su artículo en 2018, y señala que los amantes de la serie no aceptarían otra caracterización del “Embauca”, cierre su relación de autores en Warren Ellis. Y es que aunque la vocación de cuestionar el sistema y de asomarse a sus grietas, de desnudar las vergüenzas del Estado o de la Iglesia, se apreciase también en las etapas de Mike Carey o Brian Azzarello (que nos regaló a Constantine humillando a un grupo de neonazis en “Highwater”), con el nuevo siglo Hellblazer comenzó a ver cómo se suavizaba su tono y se despolitizaba la serie hasta la conversión de John Constantine en un superhéroe al uso de la mano de Jeff Lemire y Ray Fawkes en los New 52.

No creo que pueda afirmarse que los 24 números de Fawkes, especialmente los que cuentan con los lápices de un Renato Guedes en estado de gracia, sean un mal cómic. Al contrario, los autores logran imprimirle un ritmo trepidante a la trama y su etapa es un auténtico pasapáginas. Sin embargo, sí resulta cuestionable que el personaje que la protagoniza sea el mismo con el que caminamos en las viñetas de Delano, Ennis o Jenkins.

¿A quién nos recordará este Constantine que invoca escudos mágicos con sus manos?

En Constantine reconocemos al protagonista porque sigue siendo rubio y llevando gabardina. Los guionistas tratan de conectarlo con el personaje genuino con alguna decisión dramática que ya habíamos leído antes y que es casi un clásico de la colección: en Constantine #1, el “Embauca” sacrifica la vida de un joven aliado con tal de salvar su propia vida y poder avanzar hacia sus planes. Pero hasta ahí las semejanzas.

En el Hellblazer de finales de los ochenta, Delano aprovechaba un viaje del personaje a Sudán para dar alguna pincelada sobre las nefastas consecuencias que la presencia europea había tenido para los africanos, en cambio, el viaje del protagonista a Myanmar es puramente estético, necesario para invocar una cierta exoticidad esotérica e inocuo como el título de maestro en la enésima disciplina New Age firmado por un monje de apellido luxalenguas colgado en la consulta de cualquier gurú de la terapia espiritual. Resulta fácil pensar que Ennis o Azzarello habrían escogido un país del sudeste asiático para deslizar alguna crítica a propósito de los niños que cosen las camisetas de nuestros equipos de fútbol en condiciones cercanas a la esclavitud o el turismo sexual, más allá de aprovechar narrativamente su capacidad evocadora.

También el empleo que Fawkes hace de la magia tiene mucho más que ver con los fuegos artificiales y Harry Potter que con la tradición esotérica contracultural. No parece que haya una vocación crítica o que trate de escarbar en algún tipo de armario cultural. Y pese a todo, resulta entretenido, espectacular en algunas viñetas. Pero que John, imbuido con el poder de Shazam, intercambie abracadabrazos con una criatura magmática o se dé de puñetazos con un licántropo tiene poco que ver con el encuentro dialéctico entre Nergal y Constantine que leímos hace tres décadas en “Newcastle”, con la búsqueda de la salvación de su vida y de su alma en “Malos hábitos” o su viaje psicotrópico en “Tiempo de sueño”.

Las etapas recientes de Fawkes y Tynion coinciden en ser muy entretenidas, pero desprovistas de aliento combativo.

Tampoco el relanzamiento posterior a los New 52, encargado a James Tynion y retitulado como Constantine The Hellblazer regresó a los orígenes del personaje. Aunque el guionista hacía a John explicar que no era un superhéroe, como si DC estuviese disculpándose por la etapa anterior, lo cierto es que el neoyorquino volvía a ofrecer una historia entretenida y vibrante, quizá algo más agresiva que las Fawkes y con algún tímido guiño, pero sin un poso en cuanto a sus contenidos.

En cierto sentido, uno no puede evitar leer el John Constantine de los New 52 o el The Hellblazer de Tynion como el triunfo del sistema sobre el trabajo que hicieron Delano, Ennis, Jenkins… La creación de Moore fue moldeada como un icono contracultural por guionistas comprometidos ideológicamente. En sus cómics criticaba los excesos de los poderosos, lamentaba amargamente el maltrato al que sometían los gobernantes a la población e invitaba a sus lectores a desviar su mirada hacia otras expresiones artísticas que igualmente trataban de concienciar sobre estas cuestiones o buscaban hacer avanzar la cultura. Y no es sólo que se haya despojado al personaje de aspectos que hoy podrían considerarse incorrectos o de mal gusto y que, pese a que siguen formando parte de nuestra sociedad, hemos optados por hurtárselos al arte por temor a que sirva como reclamo antes que como denuncia (si no es que los estamos escondiendo bajo la alfombra). Es que los cómics de John Constantine, en los últimos años, no han aspirado a nada más que a contarnos una aventura emocionante con ropajes sobrenaturales. Y Hellblazer era otra cosa.