La tumba de Drácula se abre de nuevo. Panini Cómics ha emprendido la reedición del clásico de terror de Marvel en una edición en diez tomos en tapa dura e impresos a color que traen de regreso la versión del más icónico de los vampiros que autores como Gerry Conway, Archie Goodwin y, sobre todo, Marv Wolfman y Gene Colan ofrecieron en la década de 1970.
La publicación de este material coincide con el desarrollo en CosmoCaixa Barcelona de la exposición Vampiros: La evolución del mito. Comisariada por Matthieu Orléan, la muestra trata de explicar a los visitantes cómo se ha ido transformando esta figura simbólica a lo largo de la historia a partir de materiales gráficos de distinto orden. Y aunque se centra especialmente en el cine, su propuesta, sus contenidos y su coincidencia con la reedición de La tumba de Drácula en nuestra lengua brindan la excusa perfecta para intentar ubicar el Drácula de Wolfman en ese eje de coordenadas y tratar de comprender al Rey de los Vampiros marvelita a partir del contexto cultural, editorial y sociopolítico.
Para explicar el resurgimiento y la popularidad de los cómics de terror de Marvel en los setenta, conviene comenzar atendiendo a la creación de la Comics Code Authority casi dos décadas antes. La CCA fue una institución fundada en 1954 con el propósito de regular el contenido de los cómics que se publicaban en Estados Unidos. Su existencia respondía a las presiones de los sectores más conservadores de la sociedad norteamericana que consideraban que aquellos libretos de treintaytantas páginas dirigidos a niños y adolescentes estaban repletos de contenido indeseable o inapropiado. Aunque la institución no poseía la capacidad efectiva de secuestrar o censurar publicaciones, si el contenido de un tebeo no era aprobado por sus revisores, no podía publicarse con su sello impreso en la portada y los editores temían que las distribuidoras, los libreros y los compradores diesen la espalda a un producto que no contase con aquel sello de garantía “moral” o de decoro. Y entre los elementos que no podía contener una grapa que aspirase al sello de la CCA estaban los criminales presentados de manera que pudiesen despertar la fascinación de los lectores, las escenas de terror, una presencia excesiva de la sangre, la seducción sensual… Características que formarían parte intrínseca de La tumba de Drácula.
Sería Stan Lee quien, con el apoyo del editor Martin Goodman, forzaría a la CCA a relajar sus restricciones aprovechando una petición del Departamento de Estado de Educación, Salud y Bienestar Social. En la primavera de 1971, la institución norteamericana había remitido una carta al creador de Spiderman pidiéndole que emplease los cómics de Marvel para advertir a la juventud sobre los peligros de la drogadicción y Lee había aceptado. Junto al ilustrador Gil Kane preparó una historia en tres entregas que debía comenzar en el número #96 de The Amazing Spider-Man en la que el Trepamuros se enfrentaría al Duende Verde y un grupo de estudiantes colocados por una droga sin especificar. El argumento y la intención moralizante de la historieta respondían a la petición que Marvel había recibido, sin embargo, tras revisarla, la CCA informó a la editorial que, a pesar de la petición institucional, las disposiciones de 1954 prohibían expresamente la aparición de drogas en las viñetas.
Lee y Goodman, empleando como respaldo la petición gubernamental, decidieron arriesgarse y lanzar el tebeo sin el sello de aprobación de la Comics Code Authority. Contra lo que llevaba casi dos décadas repitiéndose, ni las distribuidoras, ni las tiendas, ni los compradores reaccionaron negativamente, ni se acercaron temerosamente al cómic. Al contrario, el éxito de la publicación, hoy convertida en un hito en la historia del género, forzó la modificación del Comics Code para adaptarlo a la realidad social de los setenta.
Apenas unos meses después de la relajación de algunas de las directrices que afectaban al género de terror, Marvel incorporó un vampiro a su elenco. Escrito por Roy Thomas e ilustrado por Gil Kane, el próximamente cinematografizado Morbius apareció en las páginas del número #101 de The Amazing Spider-Man para enfrentarse por primera vez a Peter Parker. Fue el prólogo a una década en la que los tebeos de monstruos hicieron ondear el estandarte de Marvel. El sello recupero a algunos personajes que había empleado antes de 1954 en historias autoconclusivas para convertirlos en protagonistas de series periódicas, como Hombre Lobo, que supuso el primer trabajo de Michael Ploog para la Casa de las Ideas. Poco después del licántropo, en abril de 1972, llegó el turno de La tumba de Drácula con Gerry Conway a la máquina de escribir, Gene Colan a los lápices y Neal Adams como portadista.
La tumba de Drácula pudo haber sido La tumba de Morbius. Tanto Roy Thomas como Stan Lee tenían fe en el personaje, sin embargo, cuando los editores de La Casa de las Ideas decidieron abrir una nueva cabecera de terror, protagonizada por un vampiro, tuvieron claro que comercialmente tenía mucho más gancho una colección protagonizada por el chupasangre más célebre de la historia antes que por un personaje recién creado y encajaba mejor en la línea de monstruos clásicos que estaba siguiendo la compañía.
El personaje de Drácula podría no haber estado disponible en 1971, de no haber sido porque los derechos de autor, a finales del siglo XIX y principios del XX, estaban menos protegidos que en la actualidad, o se les prestaba menos atención. Bram Stoker falleció en 1912, por lo que, de acuerdo a las leyes actuales, su obra no hubiese pasado a formar parte del dominio público hasta 1982, setenta años después de su muerte. Sin embargo, la ley británica sólo protegía los derechos de uso y reproducción de su obra durante cincuenta años, por lo que a partir de 1962 el personaje y su universo quedaron a disposición de quien quisiese emplearlos.
Antes de Marvel, Drácula había sido ampliamente explotado por las productoras cinematográficas, que fueron las que popularizaron el personaje en el siglo XX y construyeron buena parte del mito a partir del chupasangre stokeriano. Aun cuando la propiedad intelectual de la novela del escritor dublinés seguía vigente, Universal Studios llevó el personaje a la gran pantalla con gran éxito de público, interpretado por actores como el célebre Bela Lugosi, pero también Lon Chaney Jr. o John Carradine. Posteriormente, entre 1958 y 1970, Hammer Films estrenó hasta nueve películas, como Las novias de Drácula o Drácula vuelve de la tumba, en las que Peter Cushing y Christopher Lee causaban escalofríos a los espectadores al tiempo que contribuían a fijar la imagen icónica del conde no-muerto en el imaginario colectivo de Occidente.
A la hora de diseñar visualmente el personaje y con la voluntad de hacerlo identificable, Marvel no optó por la innovación sino por recoger la figura del galán siniestro, pálido, moreno, vestido con traje y capa negros. También argumentalmente seguía la estela de las películas de Universal o de la Hammer, que asumían el pasado del conde narrado en Drácula por Stoker, y planteaban sus historias a partir de la premisa y si… el noble transilvano hubiese despertado en nuestros días. De hecho, el número #1 de La tumba de Drácula comienza con el protagonista, y primer enemigo empecinado en dar muerte definitivamente al malvado conde, viajando a Rumanía para acondicionar el castillo heredado de sus antepasados, y toda la colección alude a nombres, ubicaciones y episodios contenidos en la novela original. En aquel momento no había visto ninguna de las películas de Drácula, pero había leído la novela, que me encantaba y fue mi única influencia, confirmó Wolfman en el podcast de entrevistas a autores de cómic Word Balloon.
El rasgo esencial del protagonista de La tumba de Drácula es que es malvado. Esta cuestión, que puede parecer de obvia, dejó de serlo en 1976, cuando Entrevista con el vampiro llegó a varias decenas de miles de hogares norteamericanos. La novela escrita por Anne Rice sería el primer éxito bibliográfico posterior a la vampxploitation que en lugar de presentar al vampiro como un monstruo arquetípico sediento de sangre, ahondaba en la psicología de la criatura y en su drama emocional. Mientras que los personajes encarnados por Bela Lugosi o Christopher Lee eran seres incapaces de resistirse a mordisquear el dulce cuello de una joven doncella, Louis de Pointe du Lac afrontaba con estupor y dolor la contradicción de tener que alimentarse de la vida del Otro para continuar existiendo. Aunque olvidado, ese rasgo ya aparecía en la obra romántica de Drácula, en la que el malvadísimo conde comete sus malvadísimas maldades movido por un amor de antaño (He surcado océanos de tiempo para encontrarte…, que diría un seductor Gary Oldman en la película de 1992).
Desde Bram Stoker y, de forma casi unánime, desde Anne Rice, el vampiro se ha alejado gradualmente de la figura folklórica tradicional para convertirse en una especie de superhéroes con colmillos que esquivan su maldición con mayor o menor interés en función del talento de quien los escribe. El vampiro ha dejado de ser el villano para convertirse en el héroe (o, con suerte, en el antihéroe). Sus vilezas han fascinado a generaciones y generaciones, que en lugar de ahondar en los motivos, han preferido dulcificar el mito, convertirlo en una figura más asumible. Pero no siempre fue así.
La necesidad de volver más amable y humano al monstruo podría reafirmar la tesis de Carl Gustav Jung. El suizo estudió los mitos y narraciones tradicionales asociados a esta figura y las interpretó desde la psicología analítica como la necesidad del ser humano de personificar algunos de sus rasgos contradictorios e impulsos más primitivos, sus bajos instintos. Empleando su terminología, el vampiro era una forma de personificar un arquetipo del inconsciente colectivo llamado la sombra. Y mientras que lo saludable, desde el punto de vista junguiano, es asumir la sombra y aprender a convivir con esa realidad, la mayoría de personas tienden a ocultarla, deformarla, suavizarla hasta que resulta aceptable. El proceso, desde luego, se parece a la transformación experimentada por el vampiro desde los tympaniaios de las leyendas griegas, los vurdalaks y upyrs eslavos o los ghuls del mundo árabe hasta el reluciente Edward Cullen de las novelas de Stephenie Meyer. Ha dejado de ser la horripilante criatura del Nosferatu de Murnau para adoptar el rostro de Brad Pitt o Tom Cruise, porque nos gusta más vernos como los segundos que como el conde Orlock.
Desde una perspectiva histórica, el profesor José María Perceval los ha interpretado en sus clases de Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona como una forma de crítica a la nobleza. O a una determinada forma de nobleza. En esa línea, la teoría de la literatura ha leído El vampiro de John William Polidori como una crítica de la narcisista y absorbente personalidad del poeta lord Byron.
El vampiro también se ha interpretado como una figura en la que cristalizan los estereotipos antisemitas: un ser sombrío, oscuro, decadente, que se alimenta de los demás para vivir (usura), que causa plagas y enfermedades, y siente aversión por los símbolos sagrados (cristianos), siguiendo las observaciones de, M. P. Odessky, de la Russian State University for the Humanities, o de la Dra. Carol Margaret Davison, profesora de la Universidad de Windsor especialista en novela gótica.
Ya fuese porque era una forma de dialogar desde el arte o el folclore con la parte más detestable o más alejada de las virtudes cristianas del ser, o porque se empleaba como vehículo de una crítica política, en su génesis, el vampiro era una criatura inequívocamente malvada y el antagonista escrito por Marv Wolfman entroncaba con esta tradición, justo cuando empezaban a repensarse y suavizar las connotaciones del símbolo.
Si descartamos como objetivo del autor comunicar un mensaje antisemita, en tanto que los editores Paul Goodman y Stan Lee, y los propios Wolfman y Gene Colan eran judíos, y atendiendo al contexto sociopolítico, La tumba de Drácula puede leerse sin demasiado esfuerzo como una forma de crítica al poder.
La década de 1970 en Estados Unidos fue la de la retirada de las tropas estadounidenses de Vietnam, el caso Watergate y la enésima recesión económica. Estas cuestiones movieron a la población y a los creadores a replantearse los términos en los que se relacionaban con el Estado democrático y sus autoridades. El presidente Richard Nixon, paladín de las naciones libres y prósperas frente al pérfido y depauperado enemigo soviético, había mentido a sus votantes y encubierto a delincuentes, su ejército había caído derrotado en Vietnam tras haber cometido atrocidades que causaron gran impacto a través de materiales gráficos como la célebre fotografía que tomó Nick Ut de una niña corriendo desnuda tras haber sido rociada con napalm. El Drácula de Marvel bien podía representar los defectos y vilezas implicados en ambas cuestiones.
Más allá de transformarse en murciélago y alimentarse de sangre humana, la principal arma que emplea el conde Drácula en las viñetas de esta colección es su capacidad para ejercer el control mental de sus víctimas. En el número #9 de La tumba de Drácula, lo vemos manipular la voluntad de un joven enamorado que terminará ayudándolo a huir de una turba enfervorecida; en el número #7, subyuga el pensamiento de un grupo de niños a los que emplea para atacar a sus cazadores. E, incluso, más allá de sus capacidades sobrenaturales de dominación, posee un extraordinario talento para la manipulación y el engaño, para sacar partido de los temores y complejos de las personas, como hace con Ilsa Strangway en el número #3, aprovechando tanto el temor a envejecer de su presa como su ego, para dejarla creer que está sometiendo a Drácula y finalmente materializar sus planes. Muy a menudo, la colección da vueltas en torno a la historia de una víctima que es seducida, sometida y utilizada por el poderoso noble transilvano para lograr sus objetivos.
Del otro lado tenemos a los héroes que se afanan número tras número en dar muerte al chupasangre. Si Drácula es una figura con poder político, de sangre azul, que se vale de la manipulación y el terror para lograr sus fines, Frank Drake es presentado en el número #1 de La tumba de Drácula, además de como su descendiente, como un ciudadano arruinado por las tentaciones del capitalismo y que planea recuperarse gracias a las inversiones inmobiliarias. El gigantón mudo Taj procede de una estirpe de descastados cuyas desgracias tienen su origen en el vampiro. Y, como si viniese a evocar en las viñetas de la colección la noción marxista de que la historia es una repetición de la lucha entre los poderosos y la fuerza de trabajo, Rachel van Helsing es la más joven de un linaje cuyo principal propósito, durante siglos, ha sido enfrentarse y dar caza a Drácula. Aunque la batalla entre los van Helsing y el conde tampoco estaría lejos de la teoría sobre el monomito y la literatura de la eterna lucha del bien contra el mal.
El segundo elemento de La tumba de Drácula que conecta la cabecera con las reivindicaciones sociales de los setenta y que refuerza la lectura de la serie en esta clave es la aparición de Blade, el cazavampiros, en el número #10. Popularizado por la película estrenada en 1998 con Wesley Snipes en el papel protagonista y creado por Wolfman y Colan en julio de 1973, fue uno de los primeros iconos negros de Marvel, siguiendo la estela de Pantera Negra (que había aparecido por primera vez en Los Cuatro Fantásticos #52, julio de 1966), Halcón (Capitán América #117, septiembre de 1969) o Luke Cage (creado solamente un año antes, en junio de 1972).
A menudo, los historiadores señalan precisamente el año 1973 como la fecha de finalización del Movimiento por los Derechos Civiles iniciado en la década de los cincuenta con la declaración del gobernador de California y Presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Earl Warren, que indicaba que la segregación racial en las escuelas era contraria a la constitución en tanto que imposibilitaba la igualdad de oportunidades, o el boicot a la compañía de autobuses de Montgomery motivado por la detención de Rosa Parks tras negarse a ceder su asiento a un pasajero blanco.
A pesar de los avances en materia legislativa, en los setenta todavía se producían disturbios con frecuencia. Precisamente el mes en que llegaba a las librerías el número de La tumba de Drácula en el que se presentaba a Blade, las minorías étnicas de Estados Unidos se lanzaban a las calles tras el asesinato de un niño mexicano de 12 años, Santos Rodríguez, después de que un policía de Dallas emplease su arma reglamentaria para jugar a la ruleta rusa con él y su hermano un año mayor, sospechosos de haber cometido un pequeño hurto en una gasolinera. Así que, a pesar de que la lucha contra la xenofobia y la integración forma parte del tuétano de Marvel, en 1973 apostar por un héroe afrocamericano seguía siendo un acto de resistencia (el guionista Christopher J. Priest, becario de Marvel en aquella época, explica en su blog que Wolfman era uno de los pocos que no le hacía bromas racistas en el bullpen). Situarlo, además, como el personaje que blande la espada (o la estaca) contra el villano que tiraniza, manipula y se alimenta de la vida de los inocentes lo convierte en una decisión narrativa y editorial aún más combativa. ¿Es Blade la población civil, el oprimido, alzándose contra los políticos que mentían, robaban y los utilizaban?
Cuanto menos, la trayectoria de Marv Wolfman invita a pensar que Blade es una apuesta por combatir el racismo y la discriminación desde las viñetas. Cuatro años antes, junto a Len Wein había motivado un intenso debate en el seno de DC. Ambos habrían intentado presentar al primer superhéroe negro de la empresa en el número #20 de Jóvenes Titanes, un personaje llamado Jericó. Len y yo, como jóvenes liberales, no entendíamos por qué no había superhéroes negros. Aunque nosotros no éramos negros, vivíamos en el mundo real y en el mundo real, en Nueva York, había negros por todas partes. Así que propusimos una historia en la que se presentaba un superhéroe negro, explicó el escritor en Comic Book Artist Magazine.
El editor Dick Giordano había aprobado el proyecto, pero, relevado entonces por Carmine Infantino, la nueva dirección creativa de DC, temiendo que las ventas cayesen en picado en los Estados del sur de Estados Unidos, vetó el guion y le pidió a Neal Adams (o él se ofreció voluntario, según explica el creador de Blade) que reescribiese la grapa. Señalado entonces por Wolfman y Wein, Adams siempre ha sostenido que el guion original era demasiado extremista, y podía ofender a los blancos de la misma manera que se había ofendido a la gente de color durante cientos de años (?!). A la luz de este episodio, que Wolfman encontrase en La tumba de Drácula el espacio para aterrizar su propuesta de héroe negro hace que sea especialmente complicado disociar la obra de sus implicaciones sociopolíticas. Aunque el argumento de que hay historias que son simple y puro entretenimiento y que no ofrecen la posibilidad de este tipo de lecturas debería descartarse por estúpida, en este caso, nos encontramos además con un autor consciente de las implicaciones ideológicas que contiene su propuesta creativa, en la que el diseño de los personajes y la composición de los argumentos explicitan ideas sobre su tiempo, en lugar de que estas emerjan de forma inconsciente en su escritura. A lo largo de casi setenta entregas, el Rey de los Vampiros de Wolfman se ubica más cerca del noble transilvano que encarna los rasgos detestables de los poderosos que del monstruo que expresa la sombra junguiana, y, desde luego, a cuatro o cinco tinieblas de distancia de las reinterpretaciones edulcoradas que han invadido librerías y salas de cine más recientemente.