Marshal Law, el cómic de Pat Mills y Kevin O’Neill que desmontó a los superhéroes, vuelve a las librerías

Joe Gilmore es un justiciero que opera en San Futuro, la gigantesca metrópoli que surgió de la reconstrucción y unificación de San Francisco y otras ciudades de la costa oeste norteamericana tras un enorme terremoto que asoló el área hace un tiempo. Sus actividades están legalmente auspiciadas por el departamento de policía, y trabaja directamente para el taimado y manipulador Comisario McGland. Aunque no conocemos a ningún otro como Joe (aparte de sus asistentes, el masivo Kilotón y el joven paralítico Danny Mallon) se nos dice que en ese futuro distópico de dentro de no muchos años, esa es una práctica relativamente frecuente: es más barato subcontratar matones externos y hacer ver que realmente se hace algo, que mantener una policía pública en condiciones que realmente aporte seguridad ciudadana. Y ésta se encuentra realmente comprometida por los altísimos índices de barbarie y delincuencia del pesadillesco paisaje de decadencia moral y urbana de San Futuro, especialmente la debida a la peligrosa presa en la que Joe está especializado: los superhéroes.

Y es que hace años, el gobierno norteamericano desarrolló un procedimiento científico con el que crear seres superpoderosos en masa a partir de personas seleccionadas, de dotarles de capacidades más allá de las de los comunes mortales. Para hacerlos aceptables a la sociedad y asimilables a la cultura popular, los disfrazó con mallas ajustadas, variados coloridos, máscaras, emblemas y capas, presentándolos como los superhéroes de los cómics de antaño. De ese modo, el pueblo estadounidense los abrazó con adoración mientras su gobierno los lanzaba en masa a una guerra cruenta y sanguinaria en Sudamérica. Cuando ésta terminó, algunos continuaron siendo celebridades viviendo en la opulencia, mientras que otros —la inmensa mayoría— no consiguieron adaptarse a la vida civil, arrastrando los traumas asociados a las atrocidades que cometieron en la contienda, cayendo después en la demencia, la indigencia, las adicciones, la delincuencia, la prostitución, la marginalidad, o las bandas callejeras.

Joe es en realidad uno de ellos: inspirado de joven por los grandes héroes que desde los medios propagandísticos le instaban a alistarse, obtener superpoderes y luchar por su país, hoy por hoy le atormentan los actos que perpetró en Sudamérica. Ha desarrollado un odio patológico hacia los superhéroes que no es más que un reflejo del que tiene hacia sí mismo, y bajo su identidad enmascarada de Marshall Law da rienda suelta sobre los enmascarados descarriados a la brutal violencia que su fuerza aumentada y arsenal de alta tecnología le garantizan. Por otro lado, Joe trata de tener una vida normal como obrero desempleado junto a su novia Lynn, una universitaria activista feminista, sin que ella sea consciente de la otra faceta de la vida de su compañero. Pero las cosas se están poniendo (aún mas) feas en San Futuro, ya que en sus calles acecha un monstruoso, enigmático y superpoderoso violador y asesino en serie de mujeres que no deja supervivientes a su paso. Todas las pesquisas y pruebas que Marshal Law obtiene señalan a que podría tratarse del mayor y más poderoso de los superhéroes de américa (el Superman de ese mundo, para entendernos), el brillante campeón conocido como El Espíritu Público. Pero las instituciones no parecen muy dispuestas a hacer otra cosa con ese escandaloso hilo de investigación que no sea taparlo, y mientras tanto el número de víctimas va subiendo.

Marshal Law comenzó su publicación en Estados unidos en 1987 dentro del sello Epic Comics de Marvel, en el que los autores gozaban de libertad creativa y de la propiedad intelectual de sus creaciones. Dado el incipiente desembarco de autores británicos que estaba empezando a producirse en la competencia de DC Comics, dando lugar a obras más adultas y  sofisticadas de lo habitual para el género superheroico mainstream que empezaban a acaparar premios y prestigio, Epic decidió seguir un poco la misma política y ojear en el Reino Unido talentos que pudiesen compartir esa sensibilidad que parecía en boga. Después de todo, Marvel tenía una filial en UK y los contactos adecuados a través de ella. Salvo excepciones, la situación laboral de los autores de cómics en el Reino Unido por aquel entonces era (y sigue siendo, en muchos aspectos, a día de hoy) de flagrante explotación. Muy poco antes ni solían siquiera estar acreditados, hasta que el guionista Pat Mills y el dibujante Kevin O’Neill lucharon por ello a partir del éxito de su serial Nemesis The Warlock (que llegó a tener un videojuego, cosa poco frecuente por aquel entonces) en las páginas del semanario 2000 AD. Así que, en comparación, aunque con lo que realmente soñaban estos dos era con abrirse las puertas algún día del mercado francés, las condiciones que Epic les ofreció tampoco les debieron parecer nada malas.

Mills y O’Neill lanzaron al otro lado del atlántico a un antihéroe que tenía algunas similitudes con el personaje emblema de 2000 AD, Judge Dredd, un hiperviolento y enajenado policía de un enloquecido futuro distópico.  Mills estuvo involucrado en la creación de Dredd, y dado que éste estaba parcialmente inspirado en la obra de comix underground norteamericano titulada Manning, del autor llamado Spain Rodriguez, pues quizás quisiese devolverle así el préstamo de algún modo al mundo del tebeo estadounidense. A esta base le añadieron una provocativa estética (entre oficial de las SS y disfraz de la festividad latinoamericana de El día de los muertos,  todo ello aliñado con aspectos BDSM) y un elemento fundamental que resultó enormemente oportuno en aquel contexto histórico de la industria del tebeo USA: el enorme desprecio que el personaje  siente  hacia los superhéroes, reflejo de la propia antipatía que el guionista tiene por ese género. Y es que justo tras la publicación de Watchmen y Batman: The Dark Knight Returns, el deconstructivismo pijamero en clave sórdida y violenta era tendencia en el cómic estadounidense. Pero quizás nadie estaba preparado para el punto en el que Mills llevó esta tónica en Marshal Law. Si a esto le unimos la buenísima sinergia que el guionista tenía con O’Neill, que paradójicamente y a pesar de su estilo de dibujo grotesco, satírico y feista, en cambio es un gran fan y buen conocedor del género superheroico, entusiasmado con llenar cada viñeta de detalles paródicos como muestra de buen (aunque negro) humor, y el excepcional color para los estándares de entonces que éste aplicó, pues el resultado es una obra tan singular como francamente genial.

La primera andadura de Marshall Law en Epic, a la que corresponde la sinopsis que figura al comienzo de este texto, tuvo un recorrido en forma de miniserie de seis números que se convirtieron en un clásico instantáneo. Le continuó en 1989 un especial en formato prestige titulado Crime and Punishment: Marshal Law Takes Manhattan, en el que el justiciero y los autores (aunque en esta ocasión el coloreado lo puso Mark Chiarello) se despachaban a gusto con personajes paródicos de los de Marvel, especialmente con el correspondiente a Punisher, de enorme popularidad por aquel entonces. El año siguiente, la miniserie inicial fue recopilada en un tomo publicado por Titan Comics bajo el título de Fear and Loathing, el slogan que luce Marshal en el pecho, y al que los autores añadieron un prólogo de ocho páginas. El éxito crítico de la creación es considerable (tampoco van mal las ventas) y de ese modo, Mills y O’Neill consiguen su anhelo de irrumpir en el mercado francés, que publica lujosos recopilatorios en tapa dura.

Ese mismo 1990, aprovechando que la propiedad intelectual del personaje es plenamente suya, los creadores deciden apostar a fondo por él y se la llevan de Epic. Tienen la intención de contribuir al cambio de paradigma que el cómic británico (especialmente en términos de trato a los creadores) está experimentando por fin, y se suman a una iniciativa en esa dirección. La distribuidora Neptune había creado la editorial Trident Comics (que publicó obras como el Baccus de Eddie Campbell o el Saviour de Mark Millar), y junto a Mike McMahon, John Wagner y Alan Grant, Mills y O’Neill les convencen de fundar otro sello que le haga la competencia a 2000 AD y a la monolítica distribución de Titan Books. Aquello se llamará Apocalypse Ltd y allí publicarán ese año Marshal Law: Kingdom of The Blind, un one-shot en formato prestige en el que Mills y O’Neill pondrán en solfa a los mitos de Batman.

La cabecera insignia de Apocalypse Ltd será un magazine titulado Toxic! que a diferencia de 2000 AD, será a todo color y donde los autores retendrán los derechos de las obras que creen. El personaje emblema de Toxic!, en paralelismo al lugar ocupado por Judge Dredd en 2000 AD, será, claro, su propio policía futurista hiperviolento, Marshal Law. En 1991 la revista llega a los puntos de venta británicos, y en su primeras ocho entregas se serializa una historia que ese mismo año quedará recopilada en el prestige titulado Marshal Law: The Hateful Dead. El cambio de formato y de compañía tiene cierto reflejo en la obra, que a pesar de constituir en su conjunto una sola historia, en su primer tramo se siente más episódica, contando casos variados de Marshal, aunque luego varios de ellos queden entrelazados. Además, quizás porque el público británico está menos familiarizado con los superhéroes que el estadounidense, se le añade un giro a la historia tal vez para que encaje algo más con sus gustos: sin mucha explicación de dónde procede, un escape tóxico (como el título de la revista en que se publicaba, sí) comienza a resucitar en forma de zombies a multitud de superhéroes ejecutados por Marshal y a otros secundarios fallecidos en anteriores historias, que vuelven para atormentarle.

La historia de Hateful Dead es tal vez algo más dinámica que otras anteriores del personaje pero pierde un poco lo que caracterizaba a Marshal Law: aunque era una sátira estratosféricamente cafre e irreverente de los superhéroes, hasta entonces mantenía también un doble registro, que elaboraba una crítica argumentada y más sesuda de los superhéroes y otras cuestiones de las que éstos servían como metáfora. Pero esto se pierde un poco para ser sustituido por una trepidante aventura enclavable en el género de muertos vivientes, llena de gore, y de irreverencia algo más gratuita.

Toxic! empezó vendiendo bien, pero la irregularidad, tanto de frecuencia en aparición de algunos de sus seriales más populares (incluido el del propio Marshal), como de calidad en otros de ellos, sumadas a ciertos problemas por quejas por el nivel de violencia y sordidez, pasaron factura. La revista fue perdiendo fuelle, y las ventas se resintieron mucho. Además, Neptune Distribution, y por tanto sus sellos Apocalypse y Trident, empezaron a tener mala fama entre los libreros por la poca rigurosidad en sus fechas entrega. Esto generó falta de confianza en su servicio, lo cual a su vez propició una disminución rápida del número de solicitaciones de sus productos cada mes. Empezó a haber problemas económicos, incluso para pagar a los autores, y se llegó a publicar trabajo de MacMahon por el que éste jamás cobró. Finalmente, tras 31 entregas de Toxic!,  la editorial cerró y se vendió a Diamond en 1992.

Mills y O’Neill se las arreglaron para continuar con las aventuras del peculiar antihéroe ese mismo año volviendo al mercado norteamericano, publicando a través de Dark Horse Comics otro especial en formato prestige que continuaba el crucial cliffhanger con el que finalizaba Hateful Dead. Se llamó Super Babylon, y aprovechando la trama de muertos vueltos de sus tumbas, los autores dispensaron a la venerable Justice Society of America el mismo tratamiento anterior a Hateful dead: pitorreo de mal gusto, pero enormemente divertido, a su costa, y de nuevo, a la vez una reflexión más seria y certera sobre algunas espinosas cuestiones del mundo real.

Inmediatamente después, en 1993, O’Neill y Mills volvieron de manera puntual a publicar en Epic Comics una miniserie de dos entregas: a partir de aquí ya los pocos pasos que le quedaban por dar a Marshal Law fueron mediante esa modalidad. En esta ocasión se trataba de un cruce de franquicias entre Marshal Law y Pinhead, el icónico cenobita del Hellraiser de Clive Barker, ya que Epic poseía en aquellos momentos los derechos para hacer cómics de la terrorífica saga literario/cinematográfica. El resultado es más que nada una curiosidad que sin ser mala, poco aporta más allá de abundar en la idea de que Joe Gilmore se odia a sí mismo por las atrocidades en las que participó durante la guerra en sudamérica, y en general, un mensaje antibelicista y antirreligioso.

En 1994, de nuevo bajo el paraguas de Dark Horse, aparecieron los dos episodios de Secret Tribunal, en la que, aunque se sigue parodiando ácidamente un célebre concepto del cómic pijamero (la Legión de Superhéroes en este caso), también aparecen otros personajes que recuerdan a otros de ese género, pero sobre los que no se incide tanto en la befa. Así, a pesar de que los antihéroes que acompañan a Marshal en su misión espacial podrían ser trasuntos de los que pueblan los tebeos de la escuela Image en la primera mitad de los noventa, o de los X-Men, luego desconcertantemente se deja pasar la oportunidad de pasarlos por la picadora de carne del incisivo análisis habitual de Mills. Se deja caer, eso sí, que con su obsesión por ser el siguiente eslabón de la humanidad, parecen un tanto nazis, pero luego Marshal no les machaca hasta convertirles en pulpa mientras señala las atrocidades que acompañan su idiosincrasia, como sí solía hacer hasta ese punto con todo superhéroe que se cruzase en su camino. Da la impresión de que Mills tiene cierto agotamiento de este recurso que se había convertido en marca de la casa, y a cambio nos da tan solo una aventura de ciencia ficción-terror en la línea de la película Aliens: El regreso de James Cameron.

«Not for kids!», dice. No, la verdad es que una lectura recomendable para niños, no es.

En 1997, los autores vuelven al personaje para un cruce con el Savage Dragon de Erik Larsen publicado por Image en dos entregas en blanco y negro. La verdad es que la participación del policía fortachón de cresta y piel verde parece casi testimonial y una excusa para poder publicar otra aventura de Marshal Law. Ni siquiera se llega a explicar cómo llega Dragon al futuro, aunque por primera vez, se nos da una medida de cuánto falta para llegar a esos días: 25 años desde aquella fecha, así que hagan ustedes cuentas de cuánto nos quedaría a nosotros. Los personajes secundarios y situaciones de la serie de Larsen podrían ser intercambiados por otros genéricos, pero curiosamente, sí se producen hechos de cierta importancia para Marshal Law y su entorno.

Eso volverá a suceder en 1998, cuando sus eternos autores crucen al personaje con The Mask en Dark Horse, ya que la trama gira alrededor de un importantísimo cabo suelto de la primera miniserie (aquella publicada por Epic) que no había sido mentado en más de diez años. En aquella época algo así pasó con varios cruces de franquicias (recuerden el que hubo entre Aliens y WildCATS, fundamental para el supergrupo Stormwatch y la constitución después de nada menos que The Authority), que generan continuidad importante para una de las partes que intervienen, pero que hoy por hoy generan algunos problemas al ser complicado recabar los derechos y reeditarlos.

De hecho, ese es el escenario en el que nos encontramos: en 2013 Mills y O’Neill publicaron a través de DC Comics un tomo en tapa dura con sobrecubierta tamaño oversized titulado Marshal Law: The Deluxe collection. En él se reeditaban recopilados la miniserie Fear and Loathing, el prólogo aquel de ocho páginas del tomo de Titan Comics de 1990, Marshal Law Takes Manhattan, Kingdom of the blind, Hateful dead, Superbabylon y Secret Tribunal. Es decir, todas las apariciones del personaje excepto por los crosovers (recordemos, con Pinhead-Hellraiser, Savage Dragon y The Mask). Tampoco aparecían un par de novelas ilustradas que aparecieron digitalmente en 2004 y 2006, pero se incluía varias ilustraciones extra de O’Neil: alguna creada ex profeso, un mapa a doble página de San Futuro, las portadas de varios tomos recopilatorios (por ejemplo los de la edición francesa), un poster promocional de Epic, cubiertas de magazines de Marvel UK, y algunas piezas del arte conceptual de una película que nunca se llegó a rodar. También aparecía una introducción de la celebridad radiofónica inglesa Jonathan Ross, que incidía acertadamente en la esencia punk de la obra.

Esta edición es en la que se basa la que ha aparecido hace poco en el mercado español de mano de ECC. No lleva sobrecubierta y el tamaño es el habitual de comic-book en tapa dura, en lugar del ligeramente superior en el que apareció, pero el contenido es el mismo, con lo que el lector en castellano está de enhorabuena por poder recuperar lo esencial de este clásico íntegramente en un solo volumen.

Mientras que en otros muchos productos inmediatamente posteriores a Watchmen y Dark Knight contemporáneos a Marshal Law el deconstructivismo superheroico se queda en fina capa de barniz estética, en oportunidad desaprovechada que tan solo incorpora elementos de sordidez, narrativa descomprimida y ultraviolencia, la obra de Mills y O’Neil cumple de lleno con lo que promete. De hecho, hay quien opina que es el único cómic realmente deconstructivista con los superhéroes, inmisericorde con el género y todo lo que en él proyecta.

Como ya hemos resaltado, Mills no habla metatextualmente solo de los superhéroes, sino que los usa como metáforas de otras cuestiones de la sociedad y cultura norteamericanas contra las que su rabia es palpable: su política exterior, la cuestión de los veteranos de guerra, los modelos tóxicos de comportamiento, religión, capitalismo, militarismo, culto al macho alfa, desprecio al perdedor, la privatización de servicios públicos esenciales, represión sexual acompañada de cosificación femenina, injustificada adoración a las celebridades… Por tanto, en ocasiones añade elementos a los superhéroes que quizás no están ahí en los originales (como mínimo, no de manera explícita), y como resultado parece que les achaque cosas que no son verdad. Y es que como también ya hemos comentado se juega con un doble registro: por un lado, parece una sátira cafre que añade elementos grotescos para hacer más esperpéntico el objeto a parodiar, mientras que por otro, sí se hace un análisis más serio y razonado (aunque igualmente despiadado y mordaz) de la cuestión de las figuras heroicas y los peligros a los que pueden llevar su adoración. Que haga ambas cosas a la vez, beneficia a la obra en el disfrute socarrón de su lectura, pero al tiempo, parece restar puntos a sus tesis serias, al ir acompañada de argumentos fácilmente rebatibles.

 

Un ejemplo sin ir más lejos: Superman, parodiado en la figura del Espíritu Público, en su encarnación original difícilmente podría ser clasificado como megalómano lacayo del status quo, sino que era más bien un justiciero social antisistema. Tampoco eran los miembros de la Liga de la Justicia de América especialmente fanáticos religiosos, como sí parece desprenderse de su nombre que lo son sus equivalentes aquí, la Jesus League of America. Además, los superhéroes rara vez intervienen en guerras del mundo real en sus cómics. Ni vaya, ya puestos, tiene Plastic Man una empresa de preservativos con la que se haya forrado, al contrario que Rubber Johnny.

Pero si perdonamos estas licencias, unas veces puestas en aras del cachondeo, otras algo tramposamente para ilustrar su punto de vista, veremos que a cambio Mills nos propone interesantes cuestiones de cierta relevancia: por ejemplo, una de las ideas que reitera varias veces es que el sistema establece modelos heroicos en la sociedad que le son muy convenientes, pero que pueden acabar contribuyendo a resultados muy perniciosos para la gente común. Y es que el guionista, cuando en los años 70 se estaba documentando para hacer cómics bélicos, entrevistó a varios veteranos que le dieron un dato que le dejó intranquilo: ante la pregunta de por qué se alistaron en su día para luego vivir los horrores que les tocaron, todos respondían que desde pequeños se habían visto inspirados por películas o tebeos de guerra. La ficción no es inocua, y para Mills, la pijamera, al ser por definición la superlativización del héroe que defiende los valores del status quo y por tanto de los poderes fácticos, además de devaluar el auténtico heroísmo de las personas que no tienen capacidades sobrenaturales, puede ser peligrosa.

El apartado gráfico de Kevin O’Neill es bestia y caricaturesco hasta lo obsceno, imaginativo quizás hasta lo insano. No en vano, fue el primer y único dibujante al que el Comics Code, la autoridad censora de los tebeos norteamericanos, censuró en sí mismo. No hablamos de obras concretas suyas, sino de automáticamente todo lo que éste firmase. Los numerosos símbolos fálicos y en general sexuales patentes, y los sloganes provocativos por todas partes, hacen que la obra participe en una medida en la cultura del grafitti, no estrictamente como arte urbano de fines estéticos, sino como pintada cruda y reivindicativa en un muro de ladrillo. En las primeras entregas, a pesar de que O’Neill no era ya precisamente un novato, se le ve más anquilosado, lejos de ser el artista que nos trajo The League of Extraordinary Gentlemen con Alan Moore. Pero en seguida su trazo gana soltura y su manejo de los bloques de sombras, y el dinamismo caricaturesco de sus anatómicamente imposibles figuras, se ganan nuestra fascinación.

Marshal Law es citado a menudo como tercera obra en importancia, tras Watchmen y Dark Knight, de la revisión en clave adulta del género superheroico de segunda mitad de los ochenta, que demostró que en su marco no solo se podían elaborar obras de alta calidad, sino que era susceptible de la autocrítica, y podía resultar una útil herramienta para hablar de cuestiones de cierta trascendencia. Que fuese propiedad intelectual de sus autores le garantizó ciertas ventajas, seguro, tanto económicas a ellos como de libertad creativa para la obra; pero quizás por otro lado esto, dado su vaivén editorial y menor capacidad de promoción, ha hecho que a la larga sea bastante más desconocida. Sin embargo, la sombra de sus influencias en el género está ahí, y de hecho es bastante explícita en algunas obras como Edge/The Last Heroes de Steven Grant y Gil Kane, o, por supuesto, en la mucho más conocida The Boys, de Garth Ennis y Darick Robertson, que por sinopsis y tono casi podría parecer un calco. Lo cierto es que Mills y Ennis son escritores con abundantes lugares comunes temáticos y reivindicativos en también muchas otras obras (especialmente respecto a enfoque desmitificador sobre el género bélico), y aunque el tratamiento de personajes, ritmo y diálogos del guionista de Predicador superen a los del más veterano creador de Charley’s War, es innegable que éste ha debido ejercer una fuerte influencia sobre el otro. Tiene cierta gracia también que el otro trabajo más reputado de Robertson, el Transmetropolitan que firmó con Warren Ellis, también comparta características con Marshal Law: si en The Boys hay abundantes y patentes reminiscencias casi tal cual de la parte superheroica de éste, en el entorno de Spider Jerusalem podemos ver también mucho del enloquecido San Futuro.

Estamos, en definitiva, ante una obra que con su tono hiperácido e intencionadamente desagradable propone un juego, en el que quizás no todo el mundo esté dispuesto entrar. Pero para quien acepte sus reglas, pase por el trago de que exponerse a que se digan cosas MUY feas sobre personajes por los que quizás tenga cierto apego emocional, y decida jugar, probablemente vaya a ser uno de los cómics que más le aporte, a muchos niveles. Porque la energía genuinamente punk e irreverente que desprende se marida con disquisiciones sobre cuestiones de cierto calado, y el resultado es brillante: un tebeo de enorme potencia visual, de lectura adictiva, y que es lo suficientemente inteligente como para juzgar su propia postura con la misma dureza que aplica a lo que critica.